sábado, 21 de noviembre de 2015

Capítulo 5




Capítulo 5


    Paolo bajó del coche. Durante el trayecto necesitó auto convencerse en varias ocasiones de que era capaz de poder llevar tanto frente abierto a la vez. En realidad, gracias al equipo humano del que estaba rodeado, así lo creía. Alloa podría ocuparse de lo de Francia sin problema y, en cuanto Nicolás regresara de Escocia, su ayuda sería inestimable para poder resolver el follón que se había formado tras la muerte de Meazza en la cárcel.
    Tomó aire mientras pulsaba el botón de cierre de su Lancia Ypsilon. No era el coche con el que siempre había soñado, pero sí el que se podía permitir con lo que le quedaba de sueldo al vivir en una ciudad tan cara como Roma. Había sentido la imperiosa necesidad, en más de una ocasión, de romper la nariz al novio de su hermana cada vez que le decía que con su sueldazo de policía podría vivir en un ático en la zona más exclusiva de Roma y no en su modesto apartamento alejado de la periferia de la ciudad. Como si el alquiler de esa mierda de cuchitril no le costara ya medio sueldo de cada mes. Pero claro, qué coño iba a saber él si vivía a casi cien kilómetros de la capital italiana, en un pueblo de apenas dos mil habitantes y en una casa heredada de sus padres.
    Sacó esos pensamientos de la cabeza. Tenía que centrarse en lo que había ido. No era fácil con tanta historia dentro de la cabeza.
    En la puerta del edificio se le acercó el subinspector Telli, un joven prometedor pero con un largo camino que recorrer todavía. Sus vivaces ojos negros miraban directamente al inspector. Parecía esperar la orden oportuna para empezar a proceder. Todo el equipo le estaba esperando. Órdenes específicas del propio Paolo.
    El inspector miró el edificio.
  Lejos de la imagen mental que cualquiera pudiera hacerse de una prisión, Regina Coelli se asemejaba más, gracias a su fachada, a un edificio de viviendas típico romano. Las banderas italiana y de la Unión Europea, así como la ingente cantidad de cámaras que lo rodeaban, era lo que te sacaba de ese pensamiento. No ver apostado en su puerta a ninguna figura de la autoridad invitaba al engaño, dando la imagen de un lugar del que se pudiera entrar y salir al antojo de uno. Nada más lejos de la realidad. Aquello era una fortaleza inexpugnable. O al menos así la vendían. Paolo pensó que aquella frase necesitaba una revisión en vista de los últimos acontecimientos.
    Tras pulsar el timbre insonoro que avisaba a la garita de guardias apostada nada más entrar, uno de ellos abrió, arma en mano, como era habitual. Paolo se identificó y, tras un par de minutos de controles y verificaciones para él y todo su equipo, pasaron al interior.
    Paolo nunca había estado dentro de la famosa prisión, pero no se dejó impresionar por la misma.        Había estado en otras de menor envergadura y, en realidad, todas se parecían. Aunque reconoció que la imagen con la que se encontró dentro distaba mucho de lo que se veía por fuera. En su interior todo era mucho más moderno, producto sin duda de una reforma no demasiado alejada en el tiempo.       Anduvo acompañado de un funcionario por varios pasillos. No le preguntó nada pues sabía que no era tarea suya proporcionar esa información. Necesitaba hablar con el director.
    Tras pasar un par de controles más y de escuchar sendos portazos más que indicaban el lugar en el que se encontraban, se toparon de bruces con un hombre de mediana estatura, una calva prominente mal disimulada con peinado de los más horrible y un traje de color gris oscuro.
   —Andrea Tomassi, director de Regina Coelli —dijo a la vez que tendía su mano con gesto nervioso    —. Ustedes deben de ser los Carabinieri, ¿me equivoco?
   Paolo negó antes de estrechar su mano.
    —Inspector Paolo Salvano —la mano del hombre estaba muy sudada, producto sin duda de los nervios que mostraba—. Empiece a contarme —comentó a la vez que sacaba la libreta y el bolígrafo de su chaqueta.
    —Vayamos mientras al lugar de los hechos.
    —Me parece bien.
Comenzaron a andar por el pasillo en dirección a una nueva puerta que parecía blindada.
    —No sé cómo ha podido suceder esto, ese hombre apareció de la nada, nadie vio nada, nadie sabe nada.
    —O nadie quiere hablar —añadió Paolo mientras anotaba sin dejar de seguir al hombre por el pasillo.
    —En otra ocasión, inspector, le replicaría, pero yo también tengo esa sospecha. Abriremos una línea de investigación interna para contemplar esa posibilidad.
    —Hacen bien —contestó seco Paolo.
    —Como le decía, nadie habla. Regina Coelli se caracteriza por su alto sistema de seguridad, nadie puede entrar o salir sin pasar los pertinaces controles. Es imposible.
    —Por lo que la teoría de que lo han dejado pasar, es la que tiene más boletos ganadores.
    —Mucho me temo que sí.
    Se detuvieron frente a la puerta.
   —Acepto que uno o dos guardias hayan sido comprados para permitir el paso, me costaría creer que fueran cinco, pero lo admitiría. ¿Pero cómo puede llegar hasta el módulo de seguridad, traspasarlo y llegar hasta Meazza sin que nadie vea nada ni se lo impida?
    El director se giró hacia Paolo, hasta ahora había tratado de evitar mirarlo a la cara. Puede que por vergüenza.
    —Si se lo cuento, no se lo va a creer.
    Paolo se temió lo peor. Pero quería saber.
    —Cuénteme.
    —Ha hacheado nuestro sistema de seguridad.
    A Paolo aquello le sonó a chino. De pronto recordó la infinidad de ocasiones en las que avasalló a su amigo Java con preguntas informáticas. No se llevaba demasiado bien con las tecnologías, apenas lo básico para poder llevar adelante su trabajo y, fuera de él, poder mandar algún mensaje de móvil.       No conocía ni siquiera cómo funcionaban las redes sociales, no tenía tiempo para esas tonterías.
    —Necesito que sea algo más específico.
   —Por decirlo de alguna manera, se han metido en nuestro sistema, han usado remotamente las cámaras a su antojo e incluso han reventado la seguridad de este cierre automático —comentó mientras señalaba el panel numérico que había al lado de la puerta—. Han conseguido que las tres cámaras que hay dentro del pasillo de máxima seguridad mostraran una grabación en bucle en la que nada pasaba. Cuando el asesino ya se había marchado, de pronto, la cámara que enfocaba la zona del aislamiento de Meazza, ha emitido la señal con éste muerto. Lo curioso que es que ha conseguido que la cámara grabara mientras se emitía el video en bucle. Estaba todo programado.
    —¿Pero eso es posible hacerlo? ¿Sus sistemas que son, de juguete?
  —Nuestra seguridad, como comprenderá es máxima. Al parecer se ha hecho con un software llamado Kryptos, ha dejado una especie de firma para así corroborarlo en nuestro sistema. Tenemos a nuestros informáticos trabajando en ello, pero no creo que eso sea ahora lo más importante.
    —Tiene razón. Pasemos.
   El director de la cárcel sólo tuvo que presionar el botón verde del panel para que la puerta se abriera.
    —Como ya le he dicho, el sistema de este panel ha sido reventado. Tenemos que arreglarlo —comentó al observar el rostro de Paolo.
     Al cerrar la puerta, tras pasar todo el equipo, el inspector no pudo evitar hacerse una pregunta.
   —Una vez llegados a este punto, supongo que habrá algún tipo de control más. Al menos el funcionario que controla esto debe haber visto algo.
    —Seguramente sí, pero necesito que me acompañe para que entienda esto.
    Paolo no dijo más y se limitó a seguir a su anfitrión.
    No tuvieron que andar demasiado hasta llegar a la explicación.
    —Federico Massa. Padre de dos hijos. Cinco años en el mismo puesto de trabajo. Un buen hombre —comentó con la mirada gacha mientras el cuerpo del funcionario estaba en el centro de un enorme charco de sangre.
    Paolo tragó saliva. Aquello empezaba a desmadrarse.
    —Divídanse en dos grupos —se dirigió a los de Científica tratando de aportar algo de cordura a la situación—. Uno, que se ponga ya a trabajar aquí, el otro que me acompañe.
    Se agachó un momento para comprobar el cuerpo de cerca.
    —Le han sesgado la yugular. La causa de la muerte parece estar clara. Lo dicho. A trabajar.
    Los tres integrantes que formaban el nuevo grupo que ellos mismos habían creado asintieron al unísono.
    —Sigamos —dijo Paolo.
    El director obedeció y pasó por alrededor del cuerpo, cerciorándose de no pisar ninguna gota de sangre, aunque era complicado.
    Pasaron por dos pasillos más hasta que llegaron al que interesaba a Paolo. Al pasillo donde estaban encerrados los presos más peligrosos de toda Italia.
    Al inspector hubo una cosa que le llamó enseguida la atención.
    —¿Están esposados al lavabo?
   —Sí —respondió el director sin moverse—, suelen alterarse con mucha facilidad. No queremos alimentar esa ira más, aunque saben perfectamente lo que ha ocurrido. No se moleste en interrogar a ninguno porque no hablará. Su odio hacia nosotros es tan grande que si nos ven desesperados por algo, mejor para ellos. Están esposados al lavabo y, además, llevan puestos tapones en los oídos para que escuchen lo menos posible de lo que pasa hoy por aquí. Cualquier información para ellos puede ser desastrosa para nosotros.
    —Hay algo que no entiendo. Si son presos aislados, muy peligrosos, ¿Por qué tenerlos en estas celdas que parecen sacadas del pleistoceno?
    —Siento no poder contestarle a eso. Le correspondería a nuestro gobierno hacerlo. Yo he solicitado cientos de veces el reacondicionamiento de esta zona. Toda la cárcel está remodelada, salvo este módulo. Precisamente éste. Nunca hemos tenido problemas, también es verdad. Puede que tras este incidente por fin me escuchen.
     Paolo asintió levemente. Pensaba que, de igual manera, el asesino hubiera conseguido actuar fuera donde fuese. Ya lo había demostrado, pero no quería decírselo al director. Decidió dejarlo seguir soñando con su cárcel ideal.
     Continuaron andando hasta llegar a la última celda, la que ocupaba el doctor Meazza. Al llegar a ella, Paolo sintió un escalofrío, bastante parecido al que sintió el día de su detención. Desde un primer momento le había costado creer que ese hombre hubiera matado de manera tan cruel a esos sacerdotes. Creía conocerlo, al menos, para desechar esa idea de la cabeza. Ahora los hechos parecían apuntar a que era así, a que no había sido él, a que había sido un mero cabeza de turco.
    O quién sabía.
    Paolo trató de reorganizar sus pensamientos antes de acceder a la celda.
    La había visto en el vídeo, pero la visión en vivo de la misma cambiaba por completo. Dentro de la celda no había prácticamente nada. Tan solo una mesa de madera sin patas, pegada a la pared. Algo muy tosco, también de madera que asemejaba a un asiento, también unido al suelo. Una cama —por llamarlo de alguna manera—, donde pensaba que era imposible encontrar el descanso. Un lavabo y un retrete. No tenían espejos, quizá cosa lógica, pues podrían convertirse en un arma mortal con mucha facilidad.
    Tras ese rápido vistazo, llegó el turno de posar su vista en el cadáver. Ahí estaba. Tirado en el suelo, en una posición incómoda para cualquiera que sí respirara. Un charco de sangre muy parecido al que había visto hacía unos instantes bajo el funcionario, hacía casi imposible desviar la mirada a otro lado. Tenía los ojos abiertos, producto de la sorpresa ante el ataque, sin duda.
    Paolo hizo varias anotaciones antes de agacharse para ver más de cerca el cuerpo. Al hacerlo, nada le llamó la atención. Sabía que, en caso de ser el mismo asesino que el de los sacerdotes el que había actuado, esta muerte no formaba parte del ritual. De ahí lo tosco, lo poco elaborada que estaba la escena en comparación con las otras, la ausencia de pistas, aparentemente.
Se incorporó y resopló. Comenzar de nuevo con la misma cantinela le estaba empezando a provocar un terrible dolor de cabeza.
    —Procesen la escena. Ya saben lo que quiero —ordenó a sabiendas que no iban a encontrar nada—. Poco más se puede hacer aquí, con los datos que usted me ha dado —miró al director—, en principio, tengo suficiente para iniciar la investigación. Espero su colaboración a la hora de dilucidar quién ha permitido el paso de este mal nacido.
    El director asintió a sabiendas que aquello iba a ser casi una tarea imposible. Los sobornos en las cárceles eran comunes y Regina Coelli no estaba exento de ellos. Nunca se había descubierto ningún caso, pero haberlos, los habían.
    Salió de la celda con cuidado de no pisar nada. Dejó que su equipo hiciera su trabajo. Fue a dirigirse de nuevo al director cuando uno de los del otro equipo llegó a toda prisa hasta su posición.
    —Inspector, tiene que ver esto —dijo apresurado mientras entregaba algo parecido a un sobre con algo gordo dentro.
    —¿Dónde estaba?
    —Dentro de los pantalones del funcionario. Asomaba un poco, por eso no lo hemos visto antes. Lo he tenido que sacar con mucho cuidado de no mover el cuerpo, todavía no han acabado con las fotos.      Pensé que querría verlo ya.
     —Gracias —dijo a la vez que cogía el objeto.
    Paolo lo examinó visualmente. Era un sobre, sin más. Tenía algo de sangre restregada en su cara frontal, puede que de las manos del propio criminalista.
     Lo abrió con sumo cuidado, aquello no parecía ser peligroso, pero mejor asegurarse.
    Cuando vio su contenido, la respiración se le cortó.
    Eran fotografías.
    Cada una era de una víctima distinta del asesino de sacerdotes, tomada en primer plano y con todo lujo de detalles.
    —Las ha dejado para que sepamos que es él, para que no tengamos dudas —comentó el inspector al subinspector, que se asomaba por el lado derecho de Paolo.
     Al llegar a la última, dejo de tragar saliva.

    No conocía a esa víctima. La foto tenía anotada una fecha abajo, gracias a un bolígrafo. La fecha era de hoy.

1 comentario:

  1. Eres un monstruo!!! En cada capítulo nos dejas con ganas de más, no das tregua con las intrigas y esa mención a Kryptos... ¡Genial!

    ResponderEliminar