sábado, 14 de noviembre de 2015

Capítulo 3




Capítulo 3


    Paolo andaba de un lado para otro del despacho. Su respiración acompañaba sus pasos, acelerada y algo torpe. Nicolás lo miraba preocupado, como si temiera que de un momento a otro cayese mareado producto de una hiperventilación.
    Alloa, que era la tercera vez que había visto el vídeo en lo que llevaban de mañana, estaba algo más tranquilo que el inspector jefe, pero no por ello mostraba relajación. Sus dedos golpeando rítmicamente la mesa sobre la que estaba apoyado así lo delataban.
    Carolina no sabía hacia dónde mirar. Aquella situación se le escapaba de la lógica. No entendía demasiado sobre procedimientos policiales, pero sí lo suficiente como para intuir cómo de grave era la situación en aquellos instantes.
    La mente del inspector Salvano no dejaba de dar vueltas a todo. Decenas de preguntas lo asaltaban sin dar oportunidad de ser respondidas por su subconsciente, era tal el pase de información contradictoria por su cerebro que le era imposible de asimilar todo a la vez.
    La pregunta de si habían encerrado al tipo correcto era la que más veces se repetía.
   Su cabeza quería creer que sí. Las pruebas encontradas, una de ellas con ADN incluido, su propia confesión y, sobre todo haberlo encontrado con las manos en la masa en el justo momento que pretendía asesinar al Santo Padre no dejaban lugar a la duda.
    ¿Pero entonces qué pintaba aquel tipo que acababa de entrar en escena?
   ¿Era una maniobra de despiste? Pudiera serlo. Pero, ¿por qué? ¿Acaso La Hermandad trataba de desviar su atención confundiéndolo y de mientras poner en marcha el inicio de la tercera profecía?
   Tampoco sería algo descabellado. Otras posibilidades se abrían en su cerebro, como por ejemplo haber querido simplemente silenciar al doctor para que no hablara más de lo estrictamente necesario.     O que incluso fuera un duo de homicidas los que hubieran actuado días atrás en Roma.
   Esa posibilidad siempre estuvo ahí. A Paolo le pareció en ocasiones imposible que una sola persona fuera capaz de cometer tales actos. Pero la psicología se acababa imponiendo casi siempre y el perfil elaborado llevaba a pensar que era una sola persona la que actuaba. En el cien por cien de los casos de complicidad, cada asesinato tenía una pequeña marca que identificaba al autor. Aunque trataran de hacerlo idéntico. Siempre había algo que lo diferenciaba, como la forma de agarrar el arma en cada uno, el ángulo con el que provocaban la herida o incluso la profundidad en el caso de hundir el arma en la víctima. Siempre había algo que mostraba parte del carácter del agresor. Y en el caso de los sacerdotes, todo apuntaba a que había sido una sola persona.
    Todos esos pensamientos no hacían sino confundirlo más.
   —Creo que lo mejor es que nos calmemos y actuemos con cabeza —dijo al fin Paolo—. Estoy tan perplejo como vosotros, pero si no actuamos paso a paso, esto se nos puede ir todavía más de las manos.
    Todos asintieron.
   —Nicolás. Te necesito. Tu experiencia con asesinos en serie —comentó recordando en su mente cierto caso que le había contado el madrileño que había ocurrido en su pasado— me puede ser muy útil. Creo que, dado el caso, si pedimos colaboración a la Policía Nacional de España, nos la otorgará sin ningún problema.
    —Cuenta conmigo —respondió Nicolás.
    —Perfecto, entonces…
    El sonido del teléfono móvil de Nicolás interrumpió al inspector Salvano.
    —Disculpad —dijo el primero mirando la pantalla de su iPhone—, el prefijo es de Escocia, será Edward. 
    Paolo asintió levemente, sabía que Nicolás debía contestar sin falta cualquier llamada que llegara desde ahí. Edward seguía ingresado en el hospital y, aunque su estado había evolucionado de manera muy favorable, cualquier noticia era importante.
    —¿Sí? —Contestó el inspector.
    —¿Es usted el inspector Nicolás Valdés?
    —El mismo, ¿quién es usted?
   —Primero de todo disculpe mi español, es horrible, aunque creo que podremos entendernos. En segundo lugor, le llamo de la unidad de Toxicología del hospital Saint Claude, de Edimburgo. Soy el doctor Jhon Andrew, siento ser portador de tan malas noticias, pero el señor Murray ha fallecido.
Nicolás perdió el habla durante unos segundos. No sabía cómo reaccionar, Carolina lo miraba fijamente. Las lágrimas comenzaron a brotar por la cara de ésta, que entendió enseguida por qué el inspector Valdés tenía los ojos tan abiertos y era incapaz de articular palabra. Al ver esto, Paolo se acercó a ella y la abrazó mientras Nicolás no finalizara la conversación.
    —Inspector, ¿sigue ahí? —Dijo la voz de su interlocutor.
    —Sí… —musitó el madrileño.
    —Entiendo su conmoción, créame. El señor Murray estaba lleno de… cómo se dice… vitalidad.           Todo apuntaba a una rápida recuperación, sus heridas cada día mejoraban algo, pero…
   —Disculpe un momento —dijo al fin Nicolás que parecía que volvía a recuperar parte de su aplomo—, ¿ha dicho que me llama de la unidad de Toxicología?
    —Lo siento de veras, odio hacer este tipo de llamadas, pero forman parte de mi trabajo. Pero hay situaciones que…
    —¡Vaya al grano!
    —Está bien, lo siento mucho, de verdad. El señor Edward Murray ha sido envenenado.



    Moreau cerró la puerta de su despachó y emitió un bufido mientras pegaba la espalda contra ésta.      Miró su mano, temblaba. Instintivamente se la agarró y aguardó unos segundos hasta que se le pasó.
    No llegaba a acostumbrarse a eso, a pesar de que hacía tiempo que el Parkinson había hecho acto de presencia. Trató de serenarse. Después del espectáculo de Notre Dame, había presenciado una muerte más. En esta ocasión se trataba de una disputa entre dos supuestos amigos de nacionalidad rumana que había discutido por el dinero que uno le dejó al otro con unas copas de por medio.
    Dinero y alcohol. Peor que un cóctel molotov.
    Se dejó caer sobre su caro asiento de cuero y se recostó hacia atrás. Los años le pesaban, no podía negarlo. De sangre española por parte de madre pero con París fuertemente arraigado en sus venas por parte de padre, Pascal Moreau pensaba que la ciudad estaba cayendo poco a poco en una decadencia de la que difícilmente podría salir. No era tonto, sabía que el asesinato siempre había estado presente en ella pero ahora la situación se estaba volviendo muy preocupante. Las estadísticas decían que París era una de las capitales más seguras de Europa con una tasa de homicidios realmente baja.
    Nada más lejos de la realidad.
    Esos datos estaban tergiversados pues sólo mostraban los asesinatos que los ojos ciudadanos veían, los que importaban a los medios. Nada se decía de vagabundos, inmigrantes en situación irregular y demás situaciones especiales. Ellos no existían, ellos no formaban parte de la ciudad de la luz.
    Sus años como inspector estaban llegando a su fin y, en realidad, no se decidía con que si era algo bueno o no. Por un lado necesitaba dejarlo todo, los años le pesaban cada día más y a veces se encontraba incapaz de afrontar según qué situaciones. Además, estaba lo de su enfermedad. En su familia no sabían nada, hacía un año y medio que había comenzado a sufrir los síntomas y eso no hacía sino entorpecer más su día a día.
    Pero por otro lado, no sabía hacer otra cosa. ¿Qué iba a ser de él cuando no fuera inspector? Sabía que eso era un caso extremo, pero conocía el caso de un inspector en una situación parecida a la suya que murió a los tres meses de jubilarse. Un infarto, dijeron. Él sabía que en realidad fue de pena por no poder hacer lo que le apasionaba.
    Ahora, durante el tiempo que le quedaba en el cuerpo, su única obsesión era demostrar que no estaba acabado. No mostrar un ápice de flaqueza era su día a día. En comisaría era una leyenda, un fuera de serie implacable que había resuelto casos inverosímiles y al que todos, sin excepción admiraban. No tenía demasiado complicado el fingir esa entereza, obviando lo del Parkinson, pues su rostro se mostraba tan firme como siempre lo había sido. Tan solo un pelo ya gris, tirando a canoso, había cambiado con su imagen de hacía unos años. Por lo que el respeto por su figura seguía intacto.
Decidió que era hora de ponerse manos a la obra. Extrajo de su bolsillo el teléfono móvil y lo colocó encima de la mesa. Una luz azul en la esquina superior izquierda indicaba que tenía alguna notificación. Había olvidado que, como siempre que llegaba a un escenario, lo había puesto en silencio. Desbloqueó el terminal. Seis llamadas perdidas, todas de Chrystelle.
    Pensó que algo importante había sucedido pues no solo no solía recibir tanta insistencia por parte de su hija, sino que ni siquiera solía recibir alguna llamada suya.
    Le devolvió la llamada de inmediato.
    Tras tres intentos sin conseguir que el teléfono diera tono, tuvo claro dónde estaba.
   Y es que en dos plantas bajo la que él se encontraba, la cobertura brillaba por su ausencia. Sin perder tiempo se dirigió allí.
    Tecleó el código de seguridad en el panel de la puerta, el acceso a ese lugar estaba restringido a la mayoría de trabajadores de esa comisaría. Sólo la división de homicidios y algunos agentes con permiso, como era el caso de Chrystelle, podían.
    La sala de autopsias de la comisaría era muy pequeña, en realidad tenía el espacio justo para dos cámaras frigoríficas y una mesa de metal de aspecto austero. Una mesita de metal más pequeña con instrumental quirúrgico, una diminuta mesa de despacho con apenas espacio para un portátil y una silla enfrente, finalizaban el compacto mobiliario del que se componía la estancia.
    No solían realizarse autopsias en ella, sólo algunas por petición especial al juez que necesitaban de una especial rapidez que no podría dársele en el anatómico forense. Estaba claro que su hija había realizado esa petición por su cuenta. No sabía si aplaudir esa iniciativa o reprocharle haberse saltado su mando de tal manera. Optó por la indiferencia y si llegaba el caso, ya hablaría con ella.
    —¿Se puede saber por qué no contestaba al teléfono móvil? —Preguntó olvidando de nuevo quién estaba al mando ahí.
   —No solo trabajo para ti, recuerda eso siempre. —Contestó recordando quién era y el respeto que se le debía.
   —Perdone, no era mi intención…
   —¿Podemos ir al grano?
   Chrystelle miró a la forense. La doctora a su vez miraba el cuerpo de uno de los fallecidos. El otro, estaba dentro de la cámara.
    La agente habló.
   —Está bien, me ha dado tiempo a que en laboratorio procesen las bolsas, al menos de manera superficial. Las primeras pruebas realizadas indican que no hay huellas ni rastros en ellas. Parece como si las hubieran limpiado a conciencia o se hubieran usado guantes en todo momento. Eso descarta por completo el suicidio pues ninguno de ellos lleva guantes, aunque se hubieran desintegrado, algún resto quedaría en sus manos. Es por eso que una tercera persona ha intervenido. Asesinato.
    —Bien, estaba claro, pero su razonamiento lo confirma. Siga.
   —Las carteras estaban casi vacías. Y digo casi, porque sólo contenían sus identificaciones  y este extraño objeto metálico por duplicado. Uno por cartera.
    Moreau agarró la bolsa de pruebas con la mano y la elevó hacia el techo, buscando la luz. Era un objeto redondo y metálico. Parecido a un pin. Tenía unos objetos en él que separados le decían algo, pero que juntos carecían de sentido.
    —¿Podría ser una secta? —Preguntó sin dejar de mirar el objeto.
    —No sabría decirle, pero lo investigaré si así lo desea.
    El inspector dejó la bolsa en su lugar y agarró las identificaciones. No le decían nada esos nombres. No eran franceses. Los volvió a dejar.
    —¿Ha investigado algo sobre ellos?
    —No he querido hacer nada sin su consentimiento.
    Moreau ahogó el reproche acerca del uso de la sala de autopsias.
    —Está bien, cuando salgamos de aquí quiero que lo haga.
  Chrystelle no podía creer que su padre estuviera pronunciando esas palabras. La estaba involucrando de pleno en la investigación y eso sí era una novedad. Normalmente los agentes no solían ocuparse de nada de eso, aunque ella se estuviera preparando para ser inspectora. En casos como el suyo, se les solía dejar al lado de un inspector experimentado pero con el único fin de ver, oír y callar. Intentó disimular su entusiasmo.
   —Cuente con ello —dijo.
   —¿Han procesado las carteras?
   —Sí, mismo resultado. Nada. 
  —Si no les importa y viendo el trabajo que tengo por delante, me gustaría comenzar con la autopsia.    Ya he hecho las anotaciones previas y me he adelantado buscando restos entre uñas, pero ya era complicado encontrar algo de normal, imaginen con las manos calcinadas. No hay nada que remarcar.     También le he tomado las huellas y he buscado restos extraños con la lupa, pero si lo hubiera se ha quemado.
    —Bien, proceda.
    Dicho eso, la doctora extrajo, primero una muestra de sangre. Acto seguido comenzó a utilizar el bisturí. Hizo la incisión de la manera clásica, en forma de Y empezando desde los hombros y concluyendo en el abdomen. Abrió la piel y revisó las costillas.
    Habló hacia los presentes pero en dirección al micrófono de la grabadora que acababa de agarrar de la mesita de instrumentos.
   —No se aprecian costillas rotas. Retiramos caja torácica y pasamos a revisar hígado, corazón y pulmones.
     Tomó una nueva muestra de sangre directamente desde el corazón. Después comenzó a extraer los órganos uno a uno y los pesó a la vez que tomaba una muestra de cada uno por separado.
    Llegó el turno del estómago.
   La doctora lo extrajo y lo pesó con cuidado de no derramar nada de su contenido sobre la antigua balanza de metal que se seguía utilizando. Anotó los resultados y procedió a su vaciado en una cubeta especial que tenía sólo para eso.
   Una gran cantidad de líquido viscoso mezclado con trozos de los que parecía comida poco masticada hizo acto de presencia.
   —Parece ser que había comido justo antes de la muerte. Nada relevante, pero sí curioso.
   De pronto, sus ojos se posaron en algo.
   —¿Qué es esto? —Se preguntó a sí misma.
   Moreau y Chrystelle dieron un paso al frente conscientes de la distancia que debían de salvaguardar con la doctora mientras realizaba su trabajo.
   —Parece algo de plástico —continuó ésta—.
   Agarró unas pinzas quirúrgicas y las introdujo en la cubeta. Extrajo con cuidado el objeto. En efecto, era algo envuelto en una especie de bolsa de plástico.
    Moreau no pudo evitar ponerse justo al lado de la doctora. Ésta no rechistó pues estaba sumida en su propia perplejidad mientras miraba curiosa el objeto.
    —¿Eso que tiene pegado el plástico podría ser látex? —Quiso saber el inspector.
  —Arriesgándome en aventurarme, creo que sí. Tendría su lógica, pues si este plástico estaba envuelto con un preservativo, habría facilitado su ingesta. Puede que el calor lo haya derretido.
    —El plástico es ingnífugo. Se ha utilizado con el mismo fin que con las carteras —añadió Moreau.
   —O sea, que se lo haya tragado él mismo o se lo hayan hecho tragar, querían que lo de dentro preservara.
    Moreau no contestó. La respuesta era evidente.
    —Doctora, páseme un bisturí limpio, por favor.
    Obedeció y se lo ofreció.
    Éste, con sumo cuidado de no destrozar la prueba, la colocó sobre una bandeja metálica que no se estaba usando. Realizó con precisión una incisión sobre el plástico y comprobó, estupefacto, como lo que contenía dentro era en realidad un pequeño papel doblado.
    Moreau miró a su hija. Eso último no lo esperaba. Se quitó los guantes y se colocó unos nuevos, no quería manchar el papel con nada. Utilizó unas nuevas pinzas quirúrgicas para extraerlo del todo.
    Una vez fuera, lo desdobló y abrió.
    Lo leyó, sin entender demasiado su significado, se lo pasó a su hija, que esperaba impaciente.
    Se quitó los guantes y se dirigió a la salida mientras Chrystelle lo leía.
   —Localice a la persona que nombra —comentó desde el umbral de la puerta—. Ya.

    Salió.

2 comentarios:

  1. Tiene buena pinta...nos has dejado mordiéndonos las uñas...Edward envenenado, y la incógnita del nombre que aparece en el papel...reconozco que tengo más curiosidad por la historia de París, que por la de Roma...Gracias por compartir...:)

    ResponderEliminar