martes, 15 de diciembre de 2015

Capítulo 12




Capítulo 12


Tanto Fimiani como Paolo andaban a paso apresurado.
El sacerdote tenía muy claro lo que necesitaba, pero era consciente de los impedimentos que le iban a ser puestos. Lo que quería hacer estaba vetado para la mayoría de los mortales. Aun así, no le quedaba otra que intentarlo.
Accedieron al Palacio Apostólico gracias a la acreditación de Fimiani. Ésta era para acceso casi a todos los rincones del Vaticano y que además permitía el acompañamiento de una persona que sólo tenía que limitarse a mostrar su pasaporte —para demostrar que no tenía causas pendientes—.
El lugar habitual al que se hubiera dirigido sería al Apartamento Pontificio, situado en la tercera planta y lugar donde se encontraba situado el despacho Papal. Pero en período de Sede Vacante, éstos estaban precintados a la espera de su nuevo ocupante.
En la misma planta, metros antes de llegar ahí, se encontraba el despacho del camarlengo. Sabía que lo encontraría ahí a esas horas, a pesar de que ya habían comenzado las novenas por el descanso eterno del difunto sucesor de Pedro.
—Adelante —dijo la voz desde el interior como respuesta a la llamada de Fimiani.
Ambos entraron.
—Padre Fimiani —dijo éste sorprendido y algo nervioso al verlo acompañado de Paolo. Lo recordaba del incidente que hubo hacía un par de semanas.
—Necesito un permiso especial. Tiene que ver con lo que hablamos ayer.
—Pero, padre, sabe que las autopsias están prohibidas, no puedo autorizar eso.
—No, tranquilo, es otra cosa —Fimiani agradeció su suerte al nombrar el camarlengo ese asunto. Ahora, lo que le pidiera sería una nimiedad comparado con eso.
—¿Entonces?
—Necesito acceso a los Archivos Secretos.
—¿Y para eso tanto revuelo? Tienes acceso a los Archivos, lo sabes de sobra.
—No a esa parte de los Archivos, ya sabe a lo que me refiero.
Paolo miraba tenso al camarlengo, el sacerdote le había explicado durante el trayecto su teoría y desde entonces tenía todos los músculos agarrotados. 
—No. Eso no lo puedo autorizar. Puede echárseme encima todos los cardenales. Ni siquiera ellos tienen acceso a ese lugar.
—Hay uno que sí.
—Ése no cuenta. Es el Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Sólo él, el Conservador y el Papa pueden acceder a ellos.
—Por orden del Papa podría acceder quien él dijera.
—Su Santidad fue enterrada ayer.
—Usted ocupa su cargo en período de Sede Vacante. Sus órdenes, son las órdenes del Papa.
El camarlengo se quedó pensativo. No sabía qué hacer.
—¿Para qué necesita acceder a esa parte?
Fimiani le contó sus sospechas. La cara del hombre fue variando a medida que avanzaba la historia.
—Lo que usted necesita —comentó al fin el camarlengo mientras se quitaba las gafas y las limpiaba con su propia sotana— es uno de los objetos más preciados de la cristiandad. Es tan valioso como peligroso.
—Por eso necesito conocerlo a fondo. Necesito saber a qué nos enfrentamos. El reloj sigue avanzando y no podemos quedarnos de brazos cruzados.
—No puedo dejar que accedas, los cardenales pondrían el grito en el cielo si se enteraran, y de hecho lo harán porque uno de ellos es el Prefecto.
—No quería hacer esto, pero… ¿De la misma manera que lo pondrían si supieran que les ha ocultado cómo murió realmente el Santo Padre?
El camarlengo se puso blanco. Tragó saliva antes de hablar.
—No… puedes hacerme eso…
—Si no tengo más remedio lo haré. No puedo dejar que siga muriendo gente por una estúpida ley eclesiástica.
—Las leyes se hicieron… para cumplirlas… —musitó.
—Y también para adecuarlas a cada situación. Ahora es el momento. Fírmame un acceso con el sello papal. Prometo centrarme sólo en lo que busco.
El hombre se sentía mareado. Miró al policía, permanecía impasible. Había dejado todo el peso de la conversación a Fimiani y ni siquiera había intervenido.
Sin más, dio media vuelta y se dirigió hacia su de mesa. Tomó asiento, abrió el cajón y extrajo un papel con el símbolo de las llaves cruzadas boca abajo, un trozo de vela para lacrar y un mechero. Con el mechero encendió un cirio que había en la parte más alejada de él de su escritorio. Comenzó a escribir en el papel. Cuando hubo finalizado lo dobló en tres, haciendo que coincidiera la parte de arriba y la de abajo en el centro. Acercó la vela a la llama y esperó a que se derritiera. Una enorme gota cayó donde se juntaban los bordes. Acto seguido, posó sobre la misma un sello que había sacado de otro cajón. Esperó unos segundos, se levantó de nuevo y se la entregó a Fimiani.
—Espero que sepa lo que hace —se limitó a decir.
Fimiani asintió, dio media vuelta e indicó con la mirada a Paolo que era la hora de salir.
Ahora debían dirigirse a uno de los rincones más secretos del planeta.




Alloa los vio llegar.
En un primer momento se sorprendió de que ambos estuvieran en París, pero conociendo el trasfondo de la historia que habían vivido, no le extrañó tanto.
No les pidió explicaciones, mejor hablarlo en persona.
El lugar lo había elegido Chrystelle.
El Café Le Procope estaba situado en 13 Rue de l’Ancienne Comédie. No quedaba demasiado lejos de la comisaría de policía y, a Nicolás y Carolina, no les importó tomar un taxi para que se encontraran en ese punto.
La cafetería era conocida en todo París por ser la más antigua de la ciudad, ya que fue fundada ni más ni menos que en el siglo XVII, más en concreto en el año 1686.
Alloa y Chrystelle ya habían llegado cuando entraron por la puerta los madrileños. Nada más poner un pie dentro se dejaron embaucar por la belleza de la misma. Decorada con un estilo clásico más que palpable, la cafetería te imbuía por un viaje en el tiempo en el que te veías a ti mismo por el París de antaño, traje de época incluido.
El inspector Alloa levantó la mano nada más verlos entrar, indicando dónde estaban sentados.
—Nicolás, Carolina, esta es la subinspectora Chrystelle Tenard.
—Encantados —dijeron ambos al unísono.
Los tres se dieron la mano.
—Antes de que se genere una situación incómoda, os cuento que Chrystelle lo sabe todo. Creo que lo mejor para que no hayan trabas en la resolución del caso. Además, habla un estupendo castellano, mejor que el mío. Podéis hablar sin problema de todo.
Nicolás debía haber mirado inquisitoriamente a Alloa por haber contado algo así a la ligera, pero enseguida comprendió que tenía razón. Quizá fuera lo mejor.
—Bueno, ¿tomamos asiento y nos ponemos al corriente? —Comentó Alloa.
El resto asintió.
—Contadme, ¿qué hacéis aquí?
Carolina tomó la iniciativa para relatarle toda la historia al inspector y a la subinspectora. Ambos se mostraron muy sorprendidos por las revelaciones de la joven.
—¿Entonces vais a viajar a Rennes-Le-Château? Joder, menuda noticia. No es que sea un erudito del tema, pero sí he escuchado en más de una ocasión que es un lugar místico muy arraigado a todo el tema Templario, ¿no?
—Sí, hay un montón de teorías conspiranóicas con el lugar. Pero no sé qué tienen de cierto. De momento vamos a comprobar qué relación tiene el lugar con el cuadro —contestó la joven.
—Me parece lógico —comentó Alloa—. Por cierto, Carolina, ¿podrías decirme qué te sugiere este símbolo?
Alloa sacó su teléfono móvil y le enseñó a la madrileña una foto que él mismo había tomado del emblema encontrado.
—¡La Sociedad Thule! —Exclamó sin darse cuenta tan fuerte, que una pareja de ancianos se giró hacia ella.
—Veo que la conoces —dijo Chrystelle.
—Claro que sí. A la Sociedad Thule la puedes mirar de dos maneras: como una panda de locos que acabó degenerando en una panda de asesinos xenófobos o como algo digno de un exhaustivo estudio. Yo prefiero verlo como una mezcla, no puedo tener en cuenta un punto sin perder de vista el otro.
—Pues creemos que están detrás de los asesinatos de Aksel y Francisco. Y bueno, de todo lo demás…
Carolina levantó la vista del teléfono y miró a Alloa enarcando una ceja.
—Pero eso no puede ser. La Sociedad dejó de existir hace unas cuantas décadas —comentó.
—Ya, como los Templarios, que no existen desde hace siglos —añadió Chrystelle.
Alloa y Nicolás ahogaron una risa. No sabían si ese duro golpe había sido intencionado o no, pero desde luego era importante.
Carolina pudo habérselo tomado como lo primero, pero prefirió pensar que había sido un comentario sin malicia.
—Touché —dijo al fin.
Todos sonrieron.
—Vale, tengamos en cuenta la posibilidad de que la Sociedad Thule todavía exista. ¿Sabes qué es lo que buscaban? —Preguntó Nicolás.
—Nunca me perdí en sus misticismo. Prefería estudiarla desde el rigor meramente histórico, pero al igual que los Nazis, buscaban demostrar la supremacía de la raza aria. Aparte de eso había más cosas, eso lo sé, pero desconozco cuales. Habría que estudiarlas a fondo.
—Pues ya tenemos trabajo —dijo Chrystelle mirando a Alloa.
Éste asintió.
Dicho eso y viendo que el tiempo se les echaba encima, Nicolás decidió que era hora de partir. Por lo que pidió la cuenta a uno de los camareros que pasaban cerca.
Al poco les dejaron una bandejita con un papel en ella con el importe a pagar.
Nicolás se puso blanco cuando vio el montante.
Los tres restantes estallaron en risas.
—Esto es París, cariño —dijo una sonriente Carolina.
Una vez pagado y con el bolsillo del inspector algo menos lleno, salieron a la calle y se despidieron con la promesa de contarse cualquier novedad.
Alloa y Chrystelle volvieron hacia la comisaría y Nicolás y Carolina emprendieron camino hacia la estación de autobuses bajo las indicaciones de la parisina. No tendrían que andar demasiado.
Los dos últimos comenzaron a caminar tranquilos.
No se percataron que unos ojos no pestañeaban mientras los miraba.
Ese alguien comenzó a seguirlos.




Desde que habían accedido a los Archivos Secretos Vaticanos, todo había sorprendido a Paolo. Esperaba otra cosa, desde luego. En su mente, algo fantástica, quizá, aquél era un lugar oscuro, antiguo, con paredes revestidas de piedra y en el que era necesario una antorcha para poder tener algo de luz.
Pero no.
Ni había telarañas, como esperaba, ni el complejo parecía sacado de un antiguo castillo medieval. Aquél era uno de los lugares más modernos que había visto en su vida.
Aquello parecía más bien un almacén, un almacén enorme, por cierto. Con cientos de estanterías en las que se amontonaban libros y cajas que parecían contener documentos. A Paolo le resultaba increíble que alguien pudiera encontrar lo que necesitara ahí dentro, en aquel laberinto de papel y metal.
A los lados, unas pequeñas salas acondicionadas estaban preparadas para que los eruditos pudieran sentarse en sus sillas y trabajar con esos documentos sobre sus mesas.
—En esas salas hay algo más de oxígeno que aquí —comentó Fimiani sin detenerse.
—¿Cómo dice?
—Habrá notado que le cuesta respirar. Es necesario un control de humedad y oxígeno para garantizar el buen estado de los documentos que aquí ve. Algunos de ellos se remontan al siglo ocho, imagine cómo es el estado de ellos.
—¿Ocho? Pensé que los habría desde la propia época de Jesucristo.
—Aquí no, aunque el acceso es restringido y necesita ser aprobado según quién sea el interesado en acceder a ellos, esto sigue estando a los ojos de todos. En la parte que vamos, sí hay documentos del siglo I. Documentos que, digamos pondrían en peligro la actual fe católica. Le cuento esto porque usted, precisamente, sabe que la iglesia no está limpia.
—Y aquí sigue.
Esa frase hizo detenerse a Fimiani.
—Sé que es complicado que entienda mis razones, inspector. Pero si sigo aquí es porque creo que puedo hacer algo de bien dentro de este seno tan podrido. Sí, sé que no necesito ser sacerdote para entregar mi vida a Dios, pero también sé que si él pudiera hablar conmigo me pediría que hiciera esto. No puedo quedarme en casa mientras veo que esta Santa Institución, que comenzó de una manera, haya acabado siendo todo lo contrario. Puede que no pueda cambiar nada, pero no me quedaré de brazos cruzados.
—De hecho, creo que está cambiando esta iglesia. Sí, entiendo sus razones. Las comparto y las alabo. Ojalá hubieran más que pensaran como usted. Desde luego la Iglesia sería otra. Debería ser Papa, ¿no se lo ha planteado nunca?
Fimiani rió ante tal afirmación.
—No se es Papa así porque sí —contestó—. No basta con quererlo. Necesitaría ser cardenal y es algo a lo que renuncié con mi nueva identidad. Como cardenal estaría muy vigilado, como sacerdote puedo hacer lo que me plazca por aquí, porque no soy nadie. No sé sin con el nuevo Papa contaré con los favores que tenía con el anterior, pero le aseguro que puedo llegar más lejos dentro de este Estado que muchos de los cardenales que se presentan al cónclave.
—Entiendo. Pero sigo pensando que sería un Papa estupendo. El que necesita la Iglesia.
—Le aseguro que no me dejarían serlo. Acabaría apuñalado en menos de una semana.
Comenzó a reír de nuevo.
—Venga, sigamos —añadió—. Ya casi hemos llegado.
Siguieron andando unos metros más hasta que llegaron a una moderna puerta metálica que, al parecer, se abría con un código numérico.
Fimiani lo introdujo con tanta rapidez que a Paolo le fue imposible verlo.
El portón se abrió y pasaron.
Siguieron andando por un pasillo algo más frío pero con todavía menos humedad. La garganta se les secó a ambos de inmediato.
Doblaron una esquina. Su destino estaba muy cerca.
Hubo un ligero detalle que hizo que se detuvieran en seco. En la puerta se suponía que deberían haber dos Guardias Suizos custodiando la entrada. Era uno de los trabajos más aburridos del Vaticano pues nunca nadie accedía a ellos, salvo a diario el Conservador, un viejo sacerdote uraño y de toscos modales.
Los guardias no estaban custodiando la entrada. Estaban muertos, en el suelo, con el cuello sesgado de un extremo frontal al otro.
Paolo, a pesar de haber visto —por desgracia—, decenas de cuerpos asesinados, no pudo evitar que le temblaran las piernas.
—Joder… —acertó a decir.
—¿Pero cómo…?
—¿El conservador se supone que está tras esa puerta?
Fimiani asintió, asustado.
Paolo reaccionó y fue corriendo hacia ella, no le importaba pisar nada, sólo asegurarse del estado del hombre. Al comprobar que la puerta también era con cierre electrónico, se giró hacia Fimiani.
—¡Padre, rápido, abra!
Éste reaccionó de inmediato y corrió hacia el panel. Nervioso, tecleó el código y la puerta se abrió. Cuando entraron, Paolo no se fijó en las estanterías que contenían los que, posiblemente eran los códices más sagrados de la historia de la humanidad —así como cajas con ciertos objetos—. Sus ojos se fueron directos al hombre que aparentemente rezaba a la talla de una virgen. Todo hubiera sido normal, teniendo en cuenta que se encontraban en el Vaticano, si no hubiera sido porque los ojos del hombre descansaban sobre una bandeja de plata frente a él.
Paolo miró a Fimiani. Éste estaba con la boca abierta. Pero la reacción que tuvo de pronto hizo que el que se quedara con la boca así fuera el inspector.
Fimiani echó a correr y se dirigió hacia las estanterías, comenzando a mirar todo lo que había en ellas como un loco.
—¿Se puede saber qué está haciendo? —Quiso saber Paolo.
—Necesito encontrar lo que hemos venido a buscar. Con esta muerte es inevitable que se enteren ciertas personas. Personas muy peligrosas, inspector. Ahora tendré que explicar qué hacíamos aquí y eso lo entorpecerá todo. Necesito ver si se lo ha llevado. Y si no lo ha hecho, tengo que leerlo. Necesitamos saber a qué nos enfrentamos.
Paolo, que no entendía nada, no pudo mover un músculo ante la reacción del sacerdote. Tan solo se pudo dedicar a mirarlo.
—¡Aquí! No se lo ha llevado, no entiendo entonces qué fin tiene todo esto.
Fimiani extrajo algo parecido a una carta de una caja. Sin pensarlo, la abrió y comenzó a leerla.
—¡Déjeme su teléfono móvil, rápido!
—Pero… 
—¡Rápido, no hay cámaras! No sabrán que le hemos hecho una foto.
Paolo lo sacó y se lo tendió.
—¿Y si les da por revisarlo? Yo me negaría, pero ya veo cómo se las gastan aquí, con su maldita ley propia.
—¿Utiliza alguna nube?
—Sí, Dropbox. ¿Quiere que lo mande allí?
—Sí, y borre la foto del terminal. Así no habrá problema, al menos de momento. Esto es importante.
Guardó la carta como estaba dentro de la caja y la colocó de nuevo en su lugar.
—Y ahora, avisemos de lo que ha pasado.




Carolina y Nicolás andaban agarrados de la mano.
Toda la locura en la que estaban envueltos apenas les había dejado disfrutar de su vuelta tras un año separados. Tan sólo habían podido disfrutar de un par de cenas en Roma pues pensaban que era de mal gusto vivir su romance y dejar de lado a la persona que los había acogido tan gentilmente. Paolo.
Todo ello a pesar de la insistencia de este último a que se dejaran de tonterías y disfrutaran del momento.
En aquellos instantes, a pesar de las emociones vividas —y las que seguro vendrían—, estaban disfrutando del paseo hasta la estación de autobuses.
Andaban completamente ajenos al resto de la gente. Algo normal de no haber tenido en cuenta esos ojos que no apartaban la mirada de ellos.
Siguieron callejeando durante unos minutos más, ausentes del mundo que pisaban. Sus recuerdos del viaje anterior que hicieron a esa ciudad, hacía un año y medio se agolpaban en su cabeza y hacía que sintiera escalofríos positivos de vez en cuando.
Recordó la primera vez que vio, junto a Carolina, la Torre Eiffel iluminada. Las opiniones eran dispares en cuanto a esa iluminación. Estaban los parisinos de toda la vida y visitantes asiduos, los que decían que las luces eran un auténtico despropósito y los visitantes que nunca habían estado en la ciudad —además de los ciudadanos que habían crecido ya con ella—, que adoraban el aspecto de la torre por las noches.
Fuera como fuese, no dejaba indiferente a nadie.
De repente Nicolás sintió esa sensación que despertaba de vez en cuando en la cabeza de muchos paranoicos. 
Tenía ese desasosiego típico de cuando uno piensa que lo siguen.
Trató de avisar a Carolina de ese presentimiento, pero ya fue tarde. Sintió cómo algo le apretaba fuerte del costado. 
No pudo verle la cara, pero en esos momentos no le importaba el rostro de su asaltante. Tan sólo deseaba que esa pistola que lo amenazaba no soltara ninguna bala.
Carolina no entendió la tensión de su novio, pero una simple mirada a la izquierda lo cambió todo. Pudo ver el arma con toda claridad.
If you detain I shoot you. If you make something strange, I shoot you —dijo el extraño con una voz quebrada.
Nicolás, que apenas comprendía el inglés entendió de sobra lo que quería decirle. Se limitó a seguir andando y no hacer nada que pudiera acabar en una desgracia.
Pensó en repetidas ocasiones hacer uso de su entrenamiento, lo habían preparado para casos parecidos. Pero en ninguno de ellos llevaba a la persona que amaba amarrada de su mano. Eso lo cambiaba todo.
Miraba de reojo a las pocas personas que deambulaban por la calle. Pensó que su suerte no podía ser más adversa. El frío era latente y la gente prefería estar en cualquier lugar algo más caliente.
Lo peor de todo es que no sabía que quería ese malhechor de ellos. Los últimos acontecimientos le hacían pensar que no se trataba precisamente de un atraco de un simple ratero. Sobre todo por lo vivido en el castillo de Edward.
Turn left. Go!
Nicolás obedeció, muy a su pesar. El camino por el que quería llevarlos su asaltante era un callejón nada transitado.
Aquello cada vez se ponía peor.
Se adentraron unos metros. En la callejuela, aparte de un par de contenedores de basura había poco más.
Wait here, it will be rapid. It will not hurt too much.
Carolina y Nicolás aceptaron su destino. Su hora había llegado, irremediablemente.
Ambos se giraron y se colocaron de cara a su captor. Este parecía, por su aspecto, oriundo de Europa del este, incluso podría ser central. Su pelo rubio y su rostro pálido así lo confirmaban. Si a eso se le aderezaba con que debía medir casi dos metros, hacía casi imposible una reducción por parte del inspector Valdés.
Aunque torres más grandes había caído.
El extraño introdujo la mano en su bolsillo y extrajo un objeto. Un silenciador.
Al contrario de lo que muchos pensaban, ese artilugio no hacía que el disparo sonara como en las películas de Hollywood, pero sí era cierto que disminuía considerablemente el número de decibelios, de unos ciento sesenta sin él a unos ciento veinte con él. 
Algo es algo.
Nicolás ya no necesitaba explicaciones de dónde venía ese mastodonte, estaba claro que si la Sociedad Thule andaba tras todo eso, debía ser uno de sus sicarios. Lo que no llegaba a entender es si antes ambos dos eran tan necesarios para la segunda profecía, por qué habían dejado de serlo para la tercera.
¿Acaso ya habían encontrado lo que andaban buscando?
La simple idea le aterró, quizá más que su inminente muerte.
Miró a Carolina. Esta parecía no estar demasiado nerviosa, como si hubiera aceptado sin reticencias su destino.
Quizá el haber estado tantas veces al borde de la muerte en tan poco espacio de tiempo había hecho en ella una coraza. 
Ambos se dieron la mano de forma instintiva. El hombre rubio ya había terminado de montar el arma.
La suerte estaba echada.
Apretaron fuerte sus manos. Cerraron los ojos.
Un disparo salió del arma que empuñaba.
Nicolás sintió por primera vez el dolor al recibir un balazo.

Casi ciento veinte kilos cayeron sin sentido al suelo.

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