Difícil no cerrar los ojos y verlo todo, con
claridad. Esa misma claridad que me golpea, que me maltrata.
Recuerdo el comienzo. Yo estaba más nerviosa que tú, aunque
trataba de disimularlo. Tú me necesitabas, una vez más. Me tenías, como
siempre.
No dejabas de mover las piernas mientras aquel hombre, rostro
sombrío, leía aquel papel impregnado de letras. Letras que lo cambiaron todo.
A partir de ese momento te derrumbaste, me derrumbé. Pero me
tenías, como siempre. Luché por hacerte sonreír, por decirte que la vida
consistía precisamente en esto, en momentos como éste. En soledad lloraba.
Jamás te dejé que me vieras, no podía, me necesitabas.
El reloj aceleró la marcha. Lo que antes eran días, empezaron a
ser segundos, apenas nos dio tiempo a asimilar nada y te vi ahí, postrado en la
cama de aquel lugar con olor a flaqueza. Entonces me empezaron a asaltar los
recuerdos.
Hacía mucho que no veía tan clara la imagen de la primera vez
que te sentí en mis brazos. Llorabas, yo también lloraba. Tu padre también lo
hacía, aunque nunca quiso admitirlo. Ya sabes cómo era, no se lo tengas en
cuenta. Te quería, tanto como yo.
Nunca pude quejarme de ti. Tan estudioso, tan educado, tan
precavido, tan cauto. La envidia de toda madre. Pero, claro, qué voy a decir
yo.
Recuerdo tu primer desengaño. Tú no querías que siguiera siendo
tu mejor amigo, él no concebía enamorarse de alguien de su mismo sexo. Tú
tampoco pensabas que pudieras, todavía eras un niño. Quizá ese fue el punto en
el que te convertiste en un hombre. Puede, eso nunca lo pude saber a ciencia
cierta.
Tu pasión, las motos, me dio más quebraderos de cabeza de los
que realmente tendría que haber tenido. Eras tan responsable, que no sabía por
qué esa desazón interior. Contigo era imposible tener miedo, sabía que siempre
obrarías con cabeza. Seguramente era algo que las madres llevamos dentro, sin
posibilidad de actuar de otra manera.
Terminaste tu carrera con honores, haciendo que una vez más el
orgullo me impregnara. Creo que jamás ha dejado de hacerlo desde el día en el
que naciste. Tu padre también lo hubiera estado, créeme, ojalá hubiera podido
aguantar dos meses más en su lucha para haberte podido ver. En tu rostro sólo
vi media sonrisa, sabía que te faltaba él.
Los recuerdos se esfumaron al verte levantar la mano, con lo que
parecía un esfuerzo sobrehumano. Mi sorpresa fue mayúscula cuando me hablaste,
pero no tanto como con la petición que me hiciste.
No te dejé que me vieras llorar, como siempre hacía, aunque
ahora tuviera más motivos que nunca. Me hiciste hacerte una promesa, ¿cómo iba
a decirte que no? ¿Cómo se hace eso? ¿Qué no te daría yo?
Nada más salir de la habitación, lloré como nunca. No me sentía
capaz, pero, ¿qué no te daría yo?
Volví a la noche, apretando el bolso con fuerza, tú tenías los
ojos abiertos, pero tu mirar era distinto. Me pregunté si no sufrirías alguna
mejoría, pero cuando me miraste y sonreíste, supe por qué lo hacías. Sabías que
lo iba a hacer.
Entonces sí lloré, no pude más. Volviste la mirada, no sin
esfuerzo, hacia el frente. No me querías ver así. Yo lo comprendí y dejé de
hacerlo. No sé cómo, pero dejé de hacerlo. Metí la mano en el bolso y lo
extraje. Lo tenía todo preparado, me lo habían vendido así, con ojos atónitos.
Supongo que una mujer de mi edad, aparentemente sin problemas, no era el tipo
de clientes que solía tener aquel tipo.
Pinché con la aguja directamente en la vía. No
podía apretar el apoyo del émbolo. No tenía fuerzas. Entonces lo vi. Una nueva
oleada de dolor sacudió tu cuerpo, tus ojos comenzaron a derramar lágrimas sin
control. Encontré esa fuerza, apreté y todo el líquido pasó a ti.
Retiré la jeringa. Mi corazón ya no latía. Supongo que dejó de
hacerlo en el mismo momento en el que vi tensarse tu cuerpo en la consulta del
médico.
Tu rostro apenas tardó unos segundos en dejar de mostrar
angustia. El dolor comenzaba a amainar. De pronto, te vi volver la cabeza. Tus
ojos lloraban, pero ahora parecían otras lágrimas. No sé de dónde sacaste las
fuerzas para darme la mano, pero sentí que, al hacerlo, te guiaba por el último
pasillo de vida que te quedaba. De pronto, me sonreíste. Tu cara mostraba paz,
una paz que, apenas unos segundos después, resultaría ser eterna.
Tu dolor era mi dolor, tu vida era mi vida, tu muerte también
fue mi muerte.
Ahora, en prisión, aguanto cómo me gritan asesina, cómo me
escupen, cómo me pegan, cómo me tratan como a un ser de la más baja calaña. Yo
sólo lloro. Yo sólo te echo de menos. Yo sólo me pregunto qué no hubiera hecho
por ti. En mi mente quedará esa petición que me hiciste. Esa que nunca he
revelado. Nadie sabe por qué actué así, nadie sabe que lo volvería hacer. Nadie
sabrá que fuiste tú quién me pediste acabar con el dolor.
Eso me lo llevo a la tumba.
Muy duro!
ResponderEliminarPero que no haría una madre?