miércoles, 25 de noviembre de 2015

Capítulo 6




Capítulo 6


    El Guardia Suizo andaba lo más rápido que podía. A pesar de lo que pudiera parecer tras echarle un vistazo encima, las estrafalarias vestimentas —cuyo diseño todos atribuían a Miguel Ángel cuando, en realidad, el traje de la Guardia Suiza actual lo había diseñado el comandante Jules Repond— no le molestaban en absoluto en su movimiento. Al contrario, le hacían sentirse ligero como una pluma. No corría por la sencilla razón de que una norma lo prohibía. No podía correr si la situación no lo requería expresamente, como un ataque directo al Papa o similar. Lo que acababa de ver bien podría haber requerido una celeridad mayor, pero sabía lo que iba a opinar su capitán al respecto y prefirió acatar las normas.
    Llegó hasta la puerta sin apenas cansancio, su entrenamiento le permitía haber estado haciendo el mismo recorrido durante todo el día casi sin inmutarse. Lo que si tenía era el corazón latiendo por encima de las doscientas pulsaciones debido a la excitación y el nerviosismo.
    A pesar de todo, siguió el protocolo y llamó con sus nudillos en la madera. Ante todo, las formas.
   —Pase —dijo una voz en el interior del despacho.
   Al entrar, el guardia comprobó cómo su jefe miraba sin pestañear el monitor de su ordenador. Sin duda controlaba las centenar de cámaras instaladas por toda la Ciudad del Vaticano y que durante el transcurso de ese día cobraban una especial importancia.
   —Capitán, siento molestarle en un momento así, pero ha ocurrido algo muy grave —soltó el guardia sin más.
    El capitán de la Guardia Suiza, Hans Zimmerman levantó la vista de su monitor, no esperaba que su subordinado trajera malas noticias porque, normalmente, él era el primero en saberlo todo y no estaba al corriente de nada fuera de lo común. Además, en las cámaras no se registraba ningún incidente.
   —Hable. ¿Algún incidente en la Plaza de San Pedro?
   El capitán hizo la pregunta a sabiendas de que siempre solía suceder algo entre el gentío. Desde robos a agresiones gratuitas. Peleas, empujones y discusiones eran habituales en todo acto que se llevara a cabo en la plaza. Al fin y al cabo, alborotadores había en todos lugares. Aquél sagrado sitio no iba a ser menos.
    El guardia tragó saliva.
    —No, señor. Me temo que es mucho más grave.
    Relató lo sucedido al capitán. Su reacción fue la de levantarse de inmediato de su asiento y salir del despacho, seguido del guardia, que esperaba esa reacción por parte de su jefe.
    Zimmerman se saltó el protocolo que él mismo había impuesto en el cuerpo —consensuado, eso sí, con el comandante— y echó a correr. Los ojos no estaban puestos, precisamente, en esa parte del       Vaticano y su máxima de guardar las apariencias iba a seguir intacta.
    Apenas un par de minutos de carrera bastaron para que los dos llegaran hasta su destino.
    La Residencia de Santa Marta.
   La entrada de la misma distaba mucho del resto del conjunto de edificios de la Ciudad del Vaticano.    Con un aire moderno en la fachada gracias al revestimiento de la pared en tonos beige mezclados con anaranjados, la Residencia de Santa Marta se alejaba un poco de la imagen centenaria que ofrecía casi todo el Estado Vaticano. Fundada por el Papa Juan Pablo en el año 1996, era utilizada, principalmente, como residencia para los cardenales electores durante el funeral y posterior cónclave, como era el caso. Aunque también se utilizaba como alojamiento temporal para cardenales y altos cargos eclesiásticos durante estancias en Roma y en la propia ciudad.
    Los dos guardias apostados en la puerta se apartaron de inmediato, ofreciendo un saludo solemne al capitán y abriendo paso al interior de la misma.
   Una vez dentro, subieron hasta la tercera de las cuatro plantas. El capitán se dejó guiar por el guardia que había ido en su búsqueda. Éste lo llevó hasta la cuarta habitación a su derecha en el pasillo principal.
    —Es aquí, señor —comentó señalando la puerta que estaba medio entornada.
    —¿Quién más ha entrado?
    —Una de las encargadas de la limpieza, mi capitán. Fue ella quién dio el aviso. Tenían órdenes precisas de limpiar las habitaciones mientras el funeral se llevaba a cabo. La ha acompañado otro guardia al que he tenido que poner al corriente para salvaguardar la situación. Él se encargará de ella. No hablará.
    Zimmerman asintió satisfecho. Se sentía orgulloso del entrenamiento al que eran sometidos sus guardias. No sólo físico, ese quizá era el menos importante. Sobre todo el mental. Sabían cómo actuar frente a cualquier situación guardando la compostura requerida para sus puestos.
    El capitán asintió a su subordinado. Éste no mostró ninguna alegría ante la aprobación. Se limitaba a hacer bien su trabajo.
    Zimmerman tragó saliva. Acto seguido introdujo la cabeza en la habitación. Sintió que su columna se quedaba rígida cuando comprobó la escena. Sacó la cabeza intentando no perder el control de la situación. Metió la mano en el bolsillo y extrajo su teléfono móvil. Los inhibidores de frecuencia no estaban activados en ese momento. Lo sabía porque él los controlaba. Buscó el número de la única persona que lo podría ayudar en aquellos instantes. Marcó.




   —Iré enseguida, déme unos minutos.
    Paolo presionó la parte en rojo de su pantalla táctil para colgar el teléfono. Lo dejó encima de la mesa y pasó su pulgar e índice sobre su tabique nasal, haciendo un movimiento de deslizamiento hacia los pómulos. Respiraba profundo. Había algo en él que le decía que arrojar el móvil contra la pared no era la mejor opción, sobre todo teniendo en cuenta la sucesión de llamadas que estaba recibiendo ese día.
    Echó la cabeza para atrás en un último intento de relajación. No duró demasiado. Dio un salto de su asiento, agarró el móvil, intacto, gracias a Dios y lo introdujo en su bolsillo. Cogió la chaqueta y se la enfundó.
    Ahora tocaba ir al Vaticano. Ya sabía quién era la víctima de la foto que no estaba identificada.




   Alloa se colocó las gafas de sol nada más salir del aeropuerto Charles de Gaulle. No tardó en localizar un taxi disponible, a pesar de la ingente cantidad de personas que requerían de ese servicio en aquel momento. Dio la dirección, escrita en un papel que llevaba por duplicado en el bolsillo, al taxista. Éste, sin mediar palabra, comprendiendo que no era de franco parlante, lo llevó hasta su destino. Pagó el excesivo precio de la carrera a sabiendas que el cuerpo de los Carabinieri se lo acabaría devolviendo —si no, hubiera tenido una acalorada discusión con el taxista por intento de estafa— y entró en el edificio.
    Había anotado, gracias a una subinspectora que dominaba el francés, en un papel una frase para poder localizar directamente a la tal Chrystelle. No dudó en entregarlo a la primera policía que encontró.
    Ésta comprendió de inmediato la barrera del idioma y, sin más, lo acompañó hasta el despacho de Moreau.
    Nada más obtener el permiso para entrar en él tras un suave golpe de nudillos por parte de la agente, el inspector se levantó de su asiento y fue a recibir a Alloa.
   —¿Parle-t-il français?
   Alloa negó con la cabeza.
   —¿English?
    Volvió a negar.
    —¿Español?
    —Sí, aunque no demasiado bien —contestó aliviado Alloa al eliminar la barrera del idioma.
   Ahora adoraba a su madre por las clases de castellano que había recibido durante siete interminables años. En su momento la odiaba, pero ya comenzó a agradecerlo el día que entraron en escena Nicolás y Carolina.
   —Soy el inspector jefe Pascal Moreau, bienvenido a nuestra ciudad, aunque sea en estas circunstancias —dijo a la vez que le tendía la mano.
    —Encantado. Inspector Alloa. Yo también lo siento, pero precisamente he venido para echarles un mano y tratar de suavizarlo todo.
    Moreau sonrió con sinceridad. Rara vez lo hacía, pero la decisión con la que daba la mano ese joven inspector le transmitió seguridad y aplomo. Algo muy valorado por él y que, por desgracia, escaseaba en sus filas.
    —Tome asiento, por favor.
Alloa obedeció y se sentó frente a la imponente mesa de despacho de Moreau.
   —Disculpe un segundo —comentó a la vez que agarraba el auricular y comenzaba a teclear algo que parecía ser una extensión—. Avertissez l'agent Tenard —dijo a su interlocutor—. He avisado a la agente Tenard para que venga, está colaborando con la investigación.
   —¿Una agente? —Comentó Alloa sorprendido.
   —Sí. Sé que suena raro, pero la agente se está preparando para el examen para inspector. Pero no es eso por lo que lo hago. Tiene una intuición fuera de lo normal, algo de lo que carecen muchos de los que trabajan aquí. Por favor, le pido que no le diga que yo le he dicho esto. Ahora me tiene, ¿cómo se dice? En sus manos.
    Alloa sonrió ante la afirmación del inspector. Le gustaba el carácter de ese hombre. Sólo había que echarle un vistazo para comprobar que su peso en la comisaría, probablemente, sería mayor que el del propio comisario o director general. Su rostro delataba una experiencia conseguida tras el paso de los años y del pateo de calles. Tenía un carácter propio de alguien que sólo se mostraba amable con personas con las que no tenía que tratar a diario, al menos eso le decía su última petición. Tenía que guardar su reputación de duro, sin duda. Estaba seguro que no se equivocaba en sus pesquisas.
   De pronto, la puerta sonó. Sin esperar a que Moreau autorizara su entrada, la agente Chrystelle Tenard entró en el despacho.
   —Bienvenida, agente. Éste es el inspector Alloa, de los Carabinieri de Roma. Nos comunicaremos con él en castellano. Necesito que le haga un resumen de la situación.
    La agente asintió antes de comenzar a hablar.
   —Encantada, inspector.
   —Lo mismo digo.
   —Verá, hasta ahora lo que tenemos es esto —dejó encima de la mesa una carpeta de la que Alloa no se había percatado que llevara al entrar en el despacho y agarró el primer papel—. Como ya sabrá, tenemos dos muertos. Ambos han fallecido quemados vivos. La hipótesis de que ha sido provocado por una tercera persona cobra fuerz…
    —Ya le digo que ha sido una tercera persona —cortó de raíz a la agente—, de eso no tengo duda. Sus identidades así me lo confirman.
   —Bien —prosiguió la agente sin dar mayor importancia a la interrupción—, hemos comprobado gracias a ellas que ustedes andaban tras su pista. De ahí, además del mensaje dirigido hacia su compañero, que nos hayamos puesto en contacto con ustedes.
   —¿Pueden confirmar que sean ellos de verdad?
   —No, hemos mandado muestras de ADN para analizarlas, aquí no disponemos de la tecnología. Hemos localizado un hermano de cada uno de ellos y usaremos su ADN como referencia. Tardará, con suerte, unos tres días. Todo lo que tenemos es esto —extrajo un nuevo papel y se lo ofreció a Alloa—. Es una fotocopia de los documentos que portaban dentro de la bolsa ignífuga.
Alloa tomó el papel y lo comprobó. En efecto, eran ellos, al menos sobre el papel.
    —Ansel Riudken y Francisco García —a su recuerdo vino el relato contado por Paolo de cómo habían orquestado todo el engaño y habían estado tras la sombra mientras el asesino de sacerdotes hacía el trabajo por ellos—. Por lo que sé —comentó—, escaparon de Escocia tras el intento de detención que hizo mi jefe. No se sabe cómo salieron del país ni cuando. Pero al parecer no era de extrañar porque habían engañado a todos y a todo durante muchos años. Creo que sí son ellos. En Roma nos ha pasado algo parecido. No ha habido fuego ni nada parecido de por medio, pero se han cargado a alguien que también estuvo involucrado en la investigación. Estoy seguro que sus identidades son verdaderas. Lo que no entiendo es qué está pasando.
    —¿Piensa que lo que ha ocurrido hoy en París y Roma ha sido obra de un mismo hombre? Eso es imposible.
    —No lo es tanto. ¿A qué hora han ocurrido estos hechos?
    —El testigo nos ha indicado que ha sido a las diez y cuarenta y siete.
    —El hecho de Roma ha sido a las seis y dieciocho. Teniéndolo todo preparado, ha podido coger un vuelo inmediato. Se tardan dos horas exactas en llegar, por lo que le puede haber dado tiempo a perpetrar esta salvajada.
    —No es algo descabellado, no —intervino Moreau—. Pediré una lista completa de pasajeros de todos los vuelos que hayan llegado esta mañana.
    —Es una buena idea, pero si es el mismo que sembró el terror hace dos semanas en Roma, no habrá utilizado su nombre. Tampoco sabemos si ha utilizado un vuelo privado. Esta gentuza maneja mucho dinero, no podemos saber. Igualmente, pídalo, por si acaso.
    —Está bien —volvió a hablar Moreau—. Ahora toca saber por qué ha actuado aquí, por qué delante de Notre Damme. Me encantaría que nos echara una mano en la investigación, dado su conocimiento en el caso.
    —Cuente conmigo, no creo que el inspector Salvano ponga ninguna traba en ello.
    —Perfecto. Quiero que cuente con la ayuda de la subinspectora Tenard.
    Chrystelle lo miró muy sorprendida, ¿había dicho subinspectora?
   —No me mire así. No pretenderá investigar con su rango. He propuesto su ascenso y ha sido aprobado de inmediato. Aun así, quiero que haga el examen como se había propuesto para el puesto de inspectora. No se tome esto como un atajo.
    Chrystelle quiso agradecérselo, pero conocía a su padre y aquello podía ser más bien un error. También podría tomarse como un halago que se hubiera aprobado tan rápido su ascenso, pero sabía que una petición de su padre al comisario se podía interpretar más bien como una orden por su parte. Intentó ser positiva y pensó que si su padre, una de las personas más exigente que había conocido jamás quería que ella ocupara ese puesto, por algo tenía que ser. Se lo había ganado.
    —Tengan toda la comisaría a su entera disposición. He mandado acondicionar un despacho que no se usaba para que trabajen en él. No sé si ya tienen un equipo informático o no, pero no tardarán en tenerlo de no ser así. Inspector, una vez más le doy las gracias por su colaboración, espero que den con algo pronto y pueda regresar a su país en breve. Como supongo que habrá venido un poco a ciegas y no veo maletas por ninguna parte, si quiere, yo me encargo de buscarle una estancia cercana a comisaría. Nosotros correremos con los gastos. También con los del traslado de alguna maleta con ropa si así lo deseara. Pídame lo que necesite en todo momento. Es lo menos que puedo hacer.
    —Muchas gracias, inspector Moreau. Le prometo que algo averiguaremos.
    Los tres se levantaron de sus asientos. La reunión había finalizado.
    Tras estrecharse de nuevo la mano, Chrystelle y Alloa se dispusieron a salir por la puerta.
    —Subisnpectora —dijo Moreau antes de que salieran.
   —¿Sí? —Preguntó nada más girarse.
   —Quítese el uniforme ya. Vista con ropa de calle. Espero no volver a verla jamás con él. De usted depende.

    Chrystelle se giró para que su padre no viera la sonrisa que sus labios dibujaban. No pensaba fallar, pero no por él, sino por ella misma.

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