miércoles, 11 de noviembre de 2015

TRES. Prólogo, capítulos 1 y 2.

    Lo prometido es deuda, mis queridos lectores. Como os conté, iré publicando capítulo a capítulo "Tres", la novela que acabará con la trilogía que comencé con "La verdad os hará libres" y que continué con "La profecía de los pecadores. Intentaré subir al menos dos capítulos (tres siempre que pueda) semanales, exceptuando ésta primera entrega, que al contener dos capítulos que ya fueron publicados en el final de "La profecía de los pecadores, los he incluido. En definitiva, en la primera entrega os brindo tres capítulos.

    Por favor, comentad, sin vosotros esto no tiene sentido. Y si os gusta, compartid con todos vuestros contactos. Os recuerdo mi twitter!! @BlasRGEscritor. Abrazos!!








Prólogo


    Soltó a su presa.
   En el suelo, con resignación al comprender cómo iba a acabar todo, éste lo miraba implorando misericordia. Buscó por última vez una ayuda divina que no parecía que fuese a llegar. Al mismo tiempo observó cómo su captor comenzaba a relamerse los labios, con cara de sádico. Ese gesto hacía que la poca cordura que pudiera presentar la situación se esfumara. 
    Si acaso en algún momento la había tenido.
    Miró a su alrededor sólo moviendo sus globos oculares. Estaba paralizado por el terror y eso hacía que su cuello estuviera rígido como un palo. 
   Su austera estancia contrastaba con el lugar en el que se encontraba. Apenas había decoración, a pesar de lo que muchos en el exterior pudieran pensar. No negaba que en el resto del complejo la ostentación hubiera hecho que se perdieran los valores con los que fue fundado ese lugar, pero eso era algo que muy pocos dentro de ese círculo llegaban a pensar.
   El único objeto con el que podría defenderse se encontraba colgado de una pared. Si hubiera logrado moverse le hubiera servido aunque fuera para noquear a su asaltante. Si hubiera podido, claro.
    Al que estaba de pie le divertía la situación. Mucho. Sabía de sobra que no debía hacerlo pues todo formaba parte de un plan exquisitamente trazado, pero era algo que no podía controlar. Incluso llegaba a sentir que una erección estaba llegando.
   Mientras su víctima mostraba el horror en sus ojos echó la vista atrás para recordar cómo había llegado hasta ese preciso momento, hasta ese preciso lugar, frente a esa precisa persona.
   Nada era casual. Lo excelente del plan que estaba ejecutando residía en que era algo diseñado a lo largo de varios años. No era producto de una idea pasajera, estaba meticulosamente diseñado y eso se notaba en los resultados obtenidos en los últimos tiempos. 
    Nada podía salir mal. Nada.
    Revisó su bolsa por enésima vez. Lo llevaba todo.
    Sacó el objeto que daría impacto a la estancia, a él también le sorprendió la humildad de la misma, era algo innegable. Se había movido por el interior del edificio con anterioridad, pero nunca había entrado en las habitaciones. Un lugar fuertemente vigilado esos días pero que en ese instante tenía todos los ojos puestos cerca, pero no justo ahí. Aun así se presentaba inaccesible para la mayoría de los mortales. 
    Pero no para él.
    No era como el resto de los mortales.
    Ya lo había demostrado. Pensaba seguir haciéndolo.
  Colocó el objeto encima de la repisa. Lo ajustó a la posición deseada. Si había algo que le provocaba un placer inmenso, era dar dramatismo a sus escenarios. Ya lo había estado haciendo con anterioridad y sabía con certeza la sensación producida.
   La erección ya era evidente, no pudo contener el ansia de palparse por fuera del pantalón. Tuvo que respirar profundo para encontrar algo de calma. Si seguía llegaría al clímax sin apenas esfuerzo.
   Siguió sacando artilugios de su bolsa intentando hacer el menor ruido posible.
   Cuando extrajo el último, su víctima abrió los ojos como no lo había hecho en su vida.
   Pasó ese objeto por la cara del aterrorizado hombre, de forma lenta pero sin detenerse. Ahora sí que no se cortaba en disimular que lo estaba disfrutando. Apartó el frío artilugio del rostro de su víctima, pensó en pasarlo por su propia lengua pero fue consciente de la transferencia de ADN que haría a continuación y se contuvo.
   El que estaba tirado en el suelo soltó el más grande de los gritos. De nada servía, pues la mordaza impedía que apenas saliera el sonido. Cada respiración le hacía sentirse más mareado, ya hacía unos minutos que había comenzado a hiperventilar. Si acaso hubiera tenido la más mínima oportunidad de levantarse, hubiera caído de bruces con rapidez. La cabeza le daba vueltas como nunca en su vida.
   Cuanto más se revolvía éste en el suelo, casi imitando a un cerdo que sentía que su fin andaba cerca, más gozaba él. La erección no disminuía, al contrario, iba en aumento con cada segundo que pasaba.
   Miró su reloj, era la hora.
   Ceremonioso, se colocó frente al desvalido hombre. Este emanaba terror en cada poro de su cuerpo.    Sus glándulas sudoríparas trabajaban a pleno rendimiento, hasta tal punto que parecía recién bañado, con ropa y todo. Sus ojos parecía que de un momento a otro iban a salirse de las órbitas.
   Mucho mejor. Pensó el que estaba de pie.
   Así la mitad del trabajo ya estaría hecho.
   Se abalanzó sobre él.
   Nadie escuchó los gritos ahogados, aunque no duraron demasiado.






Capítulo 1


   Adolphe iba recuperando poco a poco la compostura. 
   Su respiración, antes rápida y sin apenas tregua, volvía a ser la de una persona normal. Gran parte de culpa de esa vuelta paulatina a la normalidad la tenía la agente de la Police Nationale Chrystelle M. Tenard. Sus deslumbrantes ojos verdes inspiraban una tranquilidad necesaria tras aquellos arranques de pánico vividos hacía unos instantes por el parisino. 
   No era el único que precisaba de ayuda psicológica, pero quizá sí el que la necesitase con una mayor urgencia.
   Adolphe Bouillon había reaccionado de manera heroica justo cuando tuvo que hacerlo. Algo que ninguna otra persona de las que paseaba por la plaza fue capaz de hacer.
   Puede la preparación obtenida años atrás cuando perteneció a la Gendarmerie Nationale, influyó positivamente a la hora de tener el aplomo suficiente para haber reaccionado como lo hizo. Fuera como fuese, a pesar de sus sesenta y nueve años, no dudó ni un solo instante en desenfundarse en un rápido movimiento la chaqueta y, con la valentía impropia de alguien de su edad, saltar encima de aquellos dos hombres e intentar evitar lo que parecía inevitable.
   Y es que estaban envueltos en llamas.
   Consiguió acabar con el elemento, no sin esfuerzo, pero su propósito de salvar sus vidas fue vano.      Ahora estaban tirados en el suelo. Sin vida.
   Sus incesantes gritos hacía tan solo unos segundos habían dado paso a un inquietante silencio. Un silencio envuelto en humo que además iba acompañado de un olor nauseabundo a carne quemada.           Las nauseas que provocaba el acercarse hacia los cuerpos era casi inevitable.
   Los viandantes, que ya eran muchos en aquellos instantes, no sólo no habían reunido el mismo valor que Adolphe, sino que simplemente se habían girado para ahorrarse el espectáculo.  Algo, por una parte lógico. Tan solo unos cuantos, teléfonos móviles en mano eso sí mientras grababan la escena, contemplaban sin acercarse desde una distancia prudente mientras el hombre hacía lo que podía por intentar solucionar aquella hecatombe.
    Algunos otros —muy pocos— llamaron con rapidez al servicio de emergencias, que a su vez dieron aviso a la comisaría que se encontraba a tan solo unas manzanas de distancia. No tardaron en llegar a la escena.
    Ahora, varias decenas de policías uniformados, entre los que se encontraba Chrystelle, intentaban poner orden al caos. Unos acordonaban la zona mientras otros intentaban recabar algo de información sin éxito. Nadie había visto de dónde habían salido aquellas dos personas envueltas en llamas. Parecía que habían aparecido de la nada.
   Chrystelle suspiró aliviada cuando comprobó que su cometido estaba siendo cumplido. En el cuerpo todos conocían ese don que tenía de apaciguar tan solo con su presencia a cualquiera. 
    Quizá no era el bombón con el que todo hombre escupía baba sólo mirándola. Más bien estaba algo entrada en carnes sin llegar a considerarse que tuviese sobrepeso y, además, no era muy dada a cuidar su aspecto. Apenas se maquillaba, salvo en ocasiones especiales y sus peinados se limitaban a uno solo: una cola estilo «caballo» que servía para recoger su larga melena rubia. 
    Fuera de ese aspecto poco cuidado tenía algo, aparte de una intuición fuera de serie, que hacía que fuese una de las grandes promesas dentro de la investigación policial. 
    Ese algo era su mirada.
    Una mirada serena pero a la vez intensa, capaz de transmitir calma a raudales. Algo muy necesario según qué situaciones de tensión.
    Con Adolphe, desde luego, había funcionado a la perfección.
  Chrystelle trazó una semi circunferencia con sus ojos para observar cómo sus compañeros trabajaban, todos estaban ocupados. 
    Entonces lo vio venir.
   Portaba el que ella pensaba que era su único traje, de color gris, cubierto de su archiconocida gabardina. El inspector Moreau llegaba acompañado de su habitual séquito a la escena del incidente.       Muchos no sabían dónde acababa el culo del inspector y dónde comenzaban sus bocas. 
    Ella no estaba dispuesta a ser uno de ellos. 
   Aunque reconocía que Moreau era posiblemente el hombre más extraordinario que había conocido nunca.
    Él había sido su razón principal para entrar en el cuerpo. Sabía que todo lo que pudiese aprender del inspector en el campo policial sería mucho mejor que todo lo aprendido en libros de textos de criminología. Libros que, por otro lado, estaba estudiando en profundidad en ese momento para aspirar a ser inspectora. Pero los conocimientos y la intuición de Moreau no aparecía en esos textos, eso era algo innato en él y seguramente esa había sido su herencia para con ella.
    Lo único que había adquirido de su padre.
    Mejor dicho, eso y un apellido que no hacía más que darle problemas dentro del cuerpo. El machismo imperaba en el mismo y parecía que no podían comprender que había gente que conseguía cosas por su valía y no por sus apellidos. Ella más que nadie era experta en luchar contra eso.
    Con la mano todavía puesta sobre el hombro de Adolphe miró con firmeza a su padre. Este iba directo hacia donde se encontraba. Se unió a él el equipo forense de criminalística, que acababa de llegar.
    —¿Qué tenemos? —Moreau ni siquiera dedicó un «buenos días» a su hija. Tampoco lo esperaba.
    —Esos dos hombres que ve usted ahí —el respeto hacia su padre era algo fundamental para ella—, han aparecido de la nada, envueltos en llamas. Este hombre que tengo a mi lado, con una valentía increíble, ha intentado socorrerlos poniendo en riesgo su propia vida, ha sido algo increi…
    —Sí, ya… ya… —le cortó de inmediato—, chicos, proceded —su dedo indicó al equipo forense el camino—, y, usted —ahora se dirigía a Adolphe—, muchas gracias, ha hecho lo que ha podido. Agente Moreau —dijo a sabiendas de que su hija odiaba que hiciese eso, ya que exigía que todos la conociesen por el apellido de su madre—, acompañe a este buen hombre. No olvide darle las gracias por todo y venga de inmediato.
    Obedeció. Las órdenes de su padre eran incontestables. 
    Realizó la petición y volvió junto a él.
   —Dígame qué piensa de este asunto —le dijo Moreau.
  —Creo que estamos frente a otros de los grandes afectados de la crisis, señor —dijo uno de sus fieles acompañantes adelantándose a Chrystelle—, ya hemos visto unos cuantos a lo largo de estos últimos meses. La gente está muy desesperada.
   —¡No le he dicho a usted! —exclamó Moreau con su habitual brusquedad girando la cabeza rápidamente hacia el agente—, dígame —miró fijamente a su hija—, ¿qué piensa?
    —No tiene nada que ver con la crisis. Aunque están prácticamente destruidas por el fuego, mire sus ropas.
    Así lo hicieron todos. Comprobaron que lo dicho por la joven era cierto. En un primer vistazo, sus vestiduras estaban casi destruidas del todo por las llamas, aunque ambos todavía conservaban la parte superior de los pantalones además de algunos jirones sueltos pegados a la piel calcinada. Además portaban varias partes de lo que parecía ser una chaqueta de traje aparentemente costosa.
    —¿Qué nos sugiere eso que comenta, según usted? —quiso saber el inspector.
  —Que podemos descartar, al menos por el momento, el tema de la crisis económica como el causante de estas muertes. Sus ropas parecen caras, no creo que la economía esté de por medio. Si acaso pudiésemos hablar de un suicidio, el motivo sería otro. Siempre y cuando podamos hablar de suicidio…
   —Bien visto, agente —comentó el inspector mientras seguía con su gesto impasible en el rostro—, comprueben bien los cuerpos antes de que llegue el juez para el levantamiento —ordenó girándose a los forenses—, tengo un extraño presentimiento.
    Chrystelle sintió un escalofrío ante esas palabras. Cuando su padre tenía esa sensación era que algo inmenso se escondía detrás de todo. No solía equivocarse y tenía claro que esta vez no iba a ser la excepción.
    No pudo evitar echar un vistazo a su alrededor. De todos los puntos en los que esas personas podían morir, no podían haber «elegido» uno más emblemático. 
    La inscripción Point Zero des rutes de France, adornado con una estrella de ocho puntas de bronce, indicaba que se encontraban en el lugar exacto en el que empezaban a medirse las distancias en Francia. El llamado kilómetro cero. Recordó que ella, como miles de parisinos y millones de visitantes, había posado con su pie junto al de unas amigas pisando el recordatorio.
    La típica foto.
  Acto seguido alzó la vista, la imponente obra arquitectónica se mostraba frente a ella como el proyecto faraónico que era. Comenzada a construir en el año 1163 y terminada en el año 1345, Nuestra Señora de París, como era conocida habitualmente por los habitantes de la bella ciudad y título que utilizó Víctor Hugo para su conocidísima novela, se alzaba majestuosa, imponente, colosal, con un aspecto renovado gracias a la última restauración llevada a cabo.
    Y es que Notre Dame era todo un símbolo no solo en la ciudad de la luz, sino en el mundo entero.
   La imagen que presentaba con el cielo encapotado tras ella era digna de una postal recordatorio de una visita turística de la ciudad.
   —Chrystelle —la voz de Moreau la sacó de su ensimismamiento, esta quedó sorprendida de que su padre la llamara por su nombre delante de todo su séquito—, le encargo a usted el informe sobre este hecho, no quiero que dé nada como obvio, recuerde otras veces.
   La joven asintió con desgana. Sabía a lo que su padre se refería pero cuando ocurrió ese hecho era una novata. Ahora ya no cometía los mismos errores.
   —Quiero que recab… 
   —Inspector —la voz de uno de los forenses cortó en seco a Moreau, que giró su cuerpo nada más oír la interrupción y vio acercarse a él a un hombre de pelo amarillo intenso y con una cabeza de extraña forma, casi como de una calabaza—, necesito que vea esto.
    —¿De qué se trata?
   —No estoy seguro del todo, pero al tocar uno de los bolsillos del cadáver de la izquierda, hemos encontrado esto que ve aquí —dijo mostrando una bolsa de pruebas que contenía a su vez lo que parecía otra bolsa de menor tamaño en su interior—, creo que es una bolsa ignífuga.
   —Interesante… —comentó el inspector mostrando interés por el contenido del plástico —así que hay algo en su interior que alguien no quería que se quemase.
   —Pero eso no es todo —continuó el forense—, uno de mis ayudantes está sacando algo igual del bolsillo del otro cadáver, es un poco más complicado porque se ha pegado a la piel, pero enseguida la tendremos.
   —Pues ya saben el procedimiento —dijo en voz alta para que todos le escuchasen—, llévenlo al laboratorio de inmediato. Antes de abrirlo quiero huellas, busquen cualquier resto de lo que sea, necesitamos cualquier pista que nos acerque a la resolución del caso. Cuando vayan a abrirlo, avísenme, quiero estar presente.
    —¿Piensa que no es un suicidio verdad? —preguntó Chrystelle, que conocía a su padre.
   —Efectivamente —dijo este mientras daba media vuelta y emprendía el camino de vuelta por el cual había llegado.
Lo que ambos no podían saber es que la identidad de esos dos cadáveres iba a desencadenar algo que ni ellos mismos podían imaginar.





Capítulo 2


    Paolo miró hacia atrás. No conseguía adivinar dónde podrían estar tanto Nicolás como Carolina pues jamás había podido ver tanta gente junta en un mismo lugar.
     La plaza de San Pedro estaba abarrotada hasta los topes.
    Odiaba los actos oficiales. Prefería dejárselos a los mandamás de la unidad pero, en éste, no tuvo elección. Había estado involucrado en primera persona en el caso y eso le obligaba a estar rodeado de las más altas figuras políticas, no sólo de Roma, sino del mundo entero.
     Aunque, siendo sincero, hubiera preferido estar trabajando.
    Al final había ocurrido lo inevitable. El Santo Padre estaba ya demasiado mayor y la muerte había llamado a su puerta. Ahora se encontraría en ese cielo tan ansiado mientras una inmensa multitud lo lloraba concentrado en esa plaza.
    Esos llantos se mezclaban con los vítores que ensalzaban la figura del difunto Papa y lo recordaban como lo que fue, un gran líder que hizo lo mejor que pudo dentro de una jerarquía eclesiástica cada vez más podrida por dentro. No fue todo un revolucionario, pero sí es cierto que algunas de sus medidas no fueron aplaudidas por los sectores más conservadores del catolicismo.
    El inspector romano envidió a sus nuevos amigos. Estos se habían librado de estar en primera línea a pesar de ser parte involucrada en el caso que le había hecho estar ahí. Habían sido mucho más listos que él, desde luego, alegando que no se sentían cómodos ante tanto ojo puestos en ellos y que eso les quedaba grande. Orarían por él entre la multitud.
    A Paolo no se le ocurrió a tiempo esa excusa.
    Cuando los Sediarios Pontificios pasaron delante de él portando a hombros el cadáver del Papa, no pudo evitar sentir un escalofrío que le recorrió la espalda de arriba abajo. Supuso que en el fondo, la gente que ahora lloraba y rezaba por doquier, le había contagiado ese espíritu divino que envolvía por completo la plaza.
    En medio de ese raro sentimiento, notó como una mano le rozaba la espalda. 
    Giró su cabeza y vio a su nuevo amigo, Nicolás.
   Paolo le dedicó una sonrisa, pues entre tanta formalidad le agradaba poder ver una cara amistosa, pero esa sonrisa se borró casi de inmediato al comprobar que éste presentaba un semblante serio.
    —¿Qué pasa? —acertó a preguntar el inspector Salvano.
    —Tenemos que irnos —respondió el español sin modificar su rostro.
    —¿Ha pasado algo?
    Nicolás se limitó a asentir.
    Paolo volvió a girar la cabeza e intentó dirigirse a su jefe, que estaba a su derecha observando muy emocionado el séquito que acompañaba al Sumo Pontífice.
   —Tengo que marcharme —susurró a su superior intentando no levantar revuelo.
   —¿Ahora?, ¿le parece que es buen momento?
  —Es necesario. Hay algo que parece urgente que me reclama, si no, no lo haría. Por favor, discúlpeme ante las autoridades. En cuanto sepa lo que ha ocurrido se lo haré saber.
    Paolo no dio oportunidad de réplica pues abandonó su posición de inmediato y se encaminó en busca de Nicolás, que lo esperaba paciente tras la valla de seguridad que se había colocado.
    Cuando el romano llegó a la posición de éste quiso saber qué había pasado de inmediato.
   —No lo sé con seguridad —contestó el inspector Valdés—. Sólo puedo decirle que ha venido el inspector Alloa y me ha comunicado que debíamos marchar a la sede. Algo grave ha ocurrido.
    Alloa había sido ascendido a inspector debido a su inmensa labor dentro de la resolución del caso.      Un premio del que Paolo no podía estar más orgulloso y de acuerdo. Esa mañana le había tocado quedarse al mando en la sede, Paolo lo envidiaba y lo consideraba un suertudo.
    —¿No ha dicho nada más? —quiso saber el romano.
   —Ha dicho que no es lugar para hablar de nada. Está con Carolina al comienzo de la Via della Conziliazone, esperándonos.
    Paolo, en un principio, no pudo imaginar qué podía ser tan importante como para que Alloa lo requiriera con tanto apremio, pero viendo que también había buscado a los españoles tan solo podía significar una cosa.
    Entre tanto gentío, les costó algo más de lo normal el llegar hasta el punto en el que se encontraban tanto Alloa como Carolina. Cuando lo hicieron, Paolo no pudo evitar preguntar.
   —¿Qué está pasando, Alloa?
   —No es un buen lugar para hablar, inspector, de todas maneras es algo que debe ver con sus propios ojos. Le aseguro que lo que yo pueda explicarle quedará corto con lo que pueda ver usted.
    El inspector italiano quedó sin habla al escuchar las palabras de Alloa. ¿De verdad impactaba tanto? Eso no hizo sino acrecentar más su nivel de expectación. 
    Montaron los cuatro en el coche del recién ascendido inspector y partieron hacia la sede.
   Una vez allí notaron que había cierto revuelo, todos miraban a los tres inspectores con gestos de preocupación.
    Eso hizo que los corazones de Nicolás, Carolina y Paolo comenzaran a latir todavía más rápido. Si acaso se podía.
   Pasaron al nuevo despacho de Alloa, hacía tan solo un mes estaba ocupado por uno de los inspectores veteranos que había dejado al fin la placa, pues sus últimas investigaciones habían demostrado que ya no estaba tan lúcido como hacía veinte años. 
    En él había un aparato de televisión al que se le había conectado un reproductor de DVD.
    Alloa no esperó para hablar una vez cerró la puerta.
   —Hace una hora más o menos hemos recibido una información demasiado confusa acerca de un incidente en la cárcel de Regina Coeli, en Trastevere…
   —Un segundo —interrumpió Paolo a Alloa—, ¿has dicho Regina Coeli?
   Paolo se tensó sobremanera al escuchar el nombre de esa cárcel, de todas las que había en Italia era en la que menos deseaba que pudiera pasar cualquier cosa.
   —En efecto —contestó Alloa que sabía por qué esa cárcel provocaba esa reacción en el inspector—. En un principio no hemos entendido nada, estaban muy excitados ante lo ocurrido y ya digo, la información era demasiado confusa, pero enseguida hemos sabido de que se trataba de él.
   Paolo cerró sus ojos al mismo tiempo que inspiraba lentamente. Todo el vello de su cuerpo reaccionó.
   —Por favor, no me digáis que “él” es quien yo creo que es —intervino Nicolás, que hasta el momento estaba callado junto a Carolina.
   Paolo se limitó a asentir al mismo tiempo que el rostro del inspector Valdés se tensaba sobremanera.
   Esa era la cárcel en la que el doctor Meazza esperaba el juicio que le haría pagar por sus crímenes.
   —Al poco tiempo hemos recibido este DVD, nos lo han traído ellos mismos. Son las grabaciones de la cámara de seguridad del módulo de presos altamente peligrosos. Creo que no están preparados para lo que van a observar.
    Alloa se acercó al mueble portátil que contenía los aparatos electrónicos y encendió el televisor.        Seguidamente hizo lo mismo con el reproductor de DVD.
   Pulsó el botón del Play en el mando a distancia.
   La imagen apareció en la pantalla.
   En ella se podía ver enfocado el pasillo que daba acceso a la celda en la cual descansaba el doctor Meazza. El aspecto de las celdas se asemejaba bastante a los modelos de cárcel mostrados en las películas pues éstas eran de barrotes. El módulo de seguridad necesitaba que en todo momento se mostrase qué estaban haciendo los allí encerrados.
    De repente una persona con gorra a la que no se le podía distinguir la cara se acercó hasta la celda del doctor. Parecía que le decía algo a este. A los pocos segundos se vio cómo el forense se acercaba hasta los barrotes, poniéndose a pocos centímetros del personaje de la gorra.
   —Pare el video —ordenó Paolo.
   —¿Qué pasa, inspector? —preguntó Alloa.
  —Primero de todo, ¿cómo ha accedido ese individuo hasta la mismísima celda del doctor? Es el módulo de seguridad, por Dios, no puedo creer que alguien pueda campar a sus anchas por ahí como si nada.
   —Todavía no lo sé, inspector. Le repito que de momento todo es muy confuso, pero no se preocupe, enseguida iremos a investigar acerca de lo sucedido. Supongo que querrá que nos personemos usted y yo —hizo una pausa—. No pierda detalle de lo que viene a continuación.
    Paolo asintió y volvió a mirar hacia el televisor.
    Alloa volvió a pulsar el botón para que la imagen cobrara vida de nuevo.
    Los dos hombres seguían hablando, parecía por los gestos que se recriminaban algo.
   Lo que sucedió a continuación pasó tan rápido que casi tuvieron que ver las imágenes a cámara lenta.
    El hombre de la gorra sacó algo que parecía llevaba oculto bajo la manga. Con ese algo y con una rapidez felina introdujo la mano por los barrotes y de un tajazo sesgó la garganta del doctor Meazza.       Éste, instintivamente, se echó las manos sobre la misma para intentar que la sangre no saliera de la forma que lo estaba haciendo. La cantidad del líquido rojo que emanaba por segundo hizo que este apenas durara uno instantes en pie. 
   Primero cayó de rodillas, luego el resto del cuerpo.
   Todos los allí presentes, a excepción de Alloa que ya sabía lo que iba a pasar, se echaron para atrás de la impresión que les dio las imágenes. No esperaban que ese fuera el desenlace de las mismas.          Desde un primer momento imaginaron que el problema iba a ser otro bien distinto y que tenía que ver con la fuga —casi imposible por un lado— del «asesino de sacerdotes».
    —Lo peor viene ahora —anunció Alloa.
    Los tres volvieron a fijarse con toda su atención en lo que el televisor mostraba. En él se veía al asesino que había acabado con el ídem mirando sin mover un músculo como este último perdía la vida tirado en el suelo.
    Cuando ya se hubo asegurado de que así fue dio media vuelta y se colocó frente a la cámara. Lo tenía todo tan estudiado que quedó justo en un punto que, bajando la cabeza un poco hacia abajo y aprovechando la gorra que llevaba, hacía que fuera imposible el ver su rostro o cualquier rasgo identificativo. Acto seguido levantó su mano y la enfocó hacia el aparato.
     En ella se leía algo que hizo que, tanto el inspector jefe romano, como el madrileño, casi perdieran la consciencia de la sensación de mareo que se apoderó de ellos. La frase no podía ser más concisa, se leía de izquierda a derecha, lo tenía todo pensado.
    Carolina fue la que la leyó en voz alta, no hacía falta hablar italiano a la perfección para entenderla.
    «Hola, Paolo. Todavía no me has atrapado.»

6 comentarios:

  1. Blas, eres genial. Un comienzo fantástico, pero cruel... ¿Una semana esperando para poder seguir leyendo? Muchas gracias por ser como eres. No cambies nunca.

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    1. Este mismo sábado subiré un nuevo capítulo!! ;)) gracias!!

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  2. No se puede negar que engancha desde la primera línea...Prometedor comienzo...Deseando saber cómo se cruzan las historias...Leí tus anteriores libros, y te dejé mi opinión en tu canal de youtube...Por supuesto, y siempre con el ánimo de que sea una crítica constructiva, iré opinando de los capítulos que subas...Gracias por tu generosidad, al compartir de forma gratuita el desenlace de la trilogía...Un abrazo, amigo...

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    1. Gracias a ti por leerla!! Mañana mismo tendrás otra entrega, espero te guste y, por supuesto, tus críticas me vendrán genial!!

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  3. Me has dejado sin aliento! Quiero más! me lo llevo a mi página de Facebook. Takoneando entre libros.

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