sábado, 19 de diciembre de 2015

Capítulo 13




Capítulo 13


Zimmerman caminaba fuera de la estancia donde el había aparecido asesinado el conservador. Lo hacía nervioso y sin poder dejar de mirar hacia la posición en la que el equipo de criminalística de la Gendarmería Vaticana ya trabajaba con los cuerpos de sus dos hombres fallecidos.
La idea de no tener el control era la que de verdad estaba consiguiendo esa sensación de ahogo en él. Miró hacia su derecha, Fimiani estaba sentado en el suelo, cabizbajo, esperaba a que el inspector Salvano saliera de la habitación, en la que estaba con Sessta.
No mantenía una relación demasiado estrecha con el Inspector General, pero lo conocía lo suficiente como para saber que Sessta no tragaba a Salvano. A él, ni fu ni fa, no era el tipo de persona con el que saldría a tomar unas cervezas después del trabajo —si bebiera alcohol, cosa que no hacía, claro—, pero no le molestaba el inspector. Era más, le parecía un buen policía.
Dentro del Vaticano, después del Comandante, Zimmerman era la persona con más autoridad en temas de seguridad, pero era consciente de que Sessta, a base de mano firme e implacable se había ganado el favor de ciertos personajes que le habían conferido un poder más grande del que él mismo mostraba. Era adorado y temido a partes iguales y eso era algo que él no le gustaba ni un pelo.
La voz de Salvano le sacó de sus pensamientos.
—Ha recreado exactamente el mismo asesinato que en Santa Marta.
Fimiani se incorporó de inmediato al ver a ambos inspectores salir.
—Hay algo que debemos confirmar —Paolo se dirigió hacia Zimmerman—, el Inspector Sessta me ha comentado que el Conservador podría ser Portugués, ¿podría confirmármelo?
Zimmerman, sin comprender por qué era relevante ese dato, asintió con la cabeza.
—Pero su apellido es Testi. Es italiano —añadió Paolo.
—Según tengo entendido, al llegar a Roma se cambió el apellido por el de un antepasado suyo. Muchos lo hacen. Sienten que un apellido italiano es más acorde con el cargo que ocupan. No recuerdo a ciencia cierta si era Mendes su apellido, pero creo que era algo así.
—Me lo temía… —comentó Paolo agachando la cabeza.
—¿Me he perdido algo?
Paolo iba a explicarle su teoría —en realidad, más bien la teoría de Fimiani— cuando un hombre obeso, vestido con una larga sotana hasta los talones, una banda roja alrededor de la cintura que simbolizaba la entrega a Cristo y un birrete del mismo color detrás de la cabeza. Su rostro permanecía tranquilo a pesar de caminar a un paso visiblemente ligero. Quizá lo tenía demasiado bien ensayado.
Paolo miró a Fimiani, que a su vez miraba al cardenal casi sin color en el rostro.
El hombre se paró frente a Fimiani, que no vaciló en apresurarse para besar el anillo que éste le mostraba.
—Ilustrísima, ¿cómo usted por aquí?
—Déjese de cortesías, Fimiani, ¿qué ha pasado?
—El Conservador, así como dos miembros de la Guardia Suiza han sido asesinados.
—¿Ha sido él?
—Eso piensa el inspector Salvano, que es quien lleva de manera oficial la investigación.
A Paolo le chocó esa última frase. Enseguida comprendió que con lo de oficial se refería a que lo que estaba ocurriendo dentro del Vaticano, jamás saldría de sus paredes, por lo que en realidad no estaba sucediendo.
—Bien —dijo el hombre sin cambiar su rostro—. Ahora explíqueme qué hacía usted aquí.
Fimiani tragó saliva. Aunque intentó que no se le notase el nerviosismo.
—Verá, cardenal Allamand, tengo la gran sospecha de que la tercera profecía, la que viene después de la muerte de los apóstoles pecadores, es en realidad la tercera profecía de Fátima.
El cardenal por fin modificó su rostro enarcando unos milímetros la ceja.
—¿Qué? —Se limitó a decir.
—Déjeme que le explique. Hay una serie de indicios que no me dejan pensar otra cosa. Por una parte, tanto el cardenal Sousa como el Conservador, son de origen portugués, como los tres niños que participaron en el milagro de Nuestra Señora. Ambos asesinatos representan a Santa Lucía, ya que se les ha arrancado los ojos y puesto en una bandeja de plata, como a la santa. Ambos aparecen rezando a la Virgen, en clara alusión a lo que sucedió en Fátima.
—Pero eso no es concluyente —el cardenal interrumpió a Fimiani.
—Pero hay más. En París, en dos nuevos crímenes relacionados con éstos, se ha encontrado una alusión a Lucía con la etimología de su nombre. Y lo peor no es eso, se ha encontrado un casquillo de bala del arma con la que se disparó a Juan Pablo II en el atentado, así como restos de su sangre en la nota en la que se nombraba a Lucía.
El cardenal quedó unos segundos en silencio. Ahora sí que había modificado su rostro por el de un hombre sumamente preocupado.
—Pero eso es imposible… El arma está en esa misma habitación —dijo señalando hacia la estancia antes custodiada por el Conservador.
—Ilustrísima, permítame que intervenga —digo Sessta—, el arma no está, la caja está vacía, es lo primero que he comprobado. La he mandado a analizar, aunque dudo que encontremos algo concluyente.
—¿Y para qué han robado el arma? —Quiso saber el cardenal.
—Le ruego me disculpe por lo que le voy a decir —habló de nuevo Fimiani—, pero tengo mis sospechas de que el Santo Padre ha sido asesinado con ese arma —no quiso meter de por medio al camarlengo, era su forma de agradecerle que le hubiera dejado acceder al secreto lugar. Además, los problemas que podría buscarse al enterarse Allamand de que sabía lo del Papa, podrían ser de una magnitud inimaginable. Esperó que el camarlengo supiera mentir cuando le pidieran explicaciones o los dos estarían acabados—.
Sessta miró con los ojos muy abiertos hacia el cardenal. ¿Cómo se había atrevido ese cura a hacer una afirmación de ese tipo? Si el Papa hubiera muerto asesinado, él lo sabría. Zimmerman lo sabría. Y a juzgar por su rostro, tampoco tenía ni idea de lo ocurrido.
—Me temo que está en lo cierto —dijo el cardenal haciendo que a casi todos les recorriera una gota de sudor por la espalda—. Es algo que nadie sabe y que nadie debe saber bajo riesgo de excomunión. Sí, el Santo Padre murió de un disparo en el pecho. No sabemos el momento exacto en que ocurrió, a Su Santidad le gustaba pasar largas horas de soledad para comunicarse con su padre. En sus últimos días, esas ansias de soledad crecieron el doble, como si supiera que su fin estaba próximo. No pensé que esto tuviera relación con el caso anterior, no es la primera vez que un Papa muere asesinado. Aparte de los casos conocidos, hay muchos, digamos, encubiertos por el bien del cristianismo.
Zimmerman y Sessta no pudieron evitar mirarse. Se sentían como simples monigotes, aunque sabían que no era la primera vez que se les ocultaba algo de una índole semejante.
—De igual manera, Fimiani, dudo que esto tenga que ver con la tercera profecía de Nuestra Señora de Fátima. Son coincidencias, sí, pero no la hay.
—Perdone que le insista, su Ilustrísima, pero el atentado de Juan Pablo II en 1981 se dice que estaba profetiz…
—No insista, padre —el tono del cardenal se endureció—. No tiene nada que ver. La carta en la que Sor Lucía relató la tercera profecía no dice nada de eso. Sabe de sobra que he sido, aparte del Papa, maldito por leer su contenido y le aseguro que no tiene nada que ver con esto. Supongo que bajaba con la idea de leerla y espero, por su bien, que no lo haya hecho.
—No —mintió agachando la cabeza—, en cuanto vimos lo que había sucedido avisamos rápido. Aunque le confieso que sí quería hacerlo para comprender un poco más todo lo que está pasando. Pero si usted dice que no, debo creerle. Sé que dice la verdad.
Allemand miró a Sessta, esperando una confirmación de si éste último había comprobado el estado de la carta, tal y como él le había pedido. El inspector hizo un leve asentimiento, verificando que todo estaba en su lugar sin apariencia de haber sido manipulado.
—Bien, padre. Ahora olvídese de las profecías de sor Lucía y céntrense en otras vías. No se preocupen por todo el caos que hay aquí abajo, estoy seguro que el Inspector General Sessta, ayudado por el Capitán Zimmerman sabrán ocuparse de todo. Si acaso necesitan su ayuda o la del inspector, se lo harán saber. Ahora vuelvan a sus quehaceres. Gracias.
Fimiani volvió a besar el anillo del cardenal y miró a Paolo, indicando que ahí no hacían nada. Éste comenzó a andar a la vez que el sacerdote. Esperó haberse alejado unos metros hasta preguntarle a éste por ese incómodo encuentro.
—¿Qué ha pasado exactamente con ese cardenal? Nunca le había visto temer a nadie, ni siquiera tras su encuentro con el asesino cuando casi es usted un nuevo cadáver en la mesa del forense y ahora casi le he visto temblar —quiso saber el inspector.
—Ese hombre es la persona a la que más se puede temer dentro del Vaticano.
—Venga ya, ¿de verdad le tiene usted pavor a un simple ser humano?
—No es un simple ser humano. ¿Recuerda la Inquisición?
Paolo asintió.
—Pues el cardenal Allamand es el Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Es la Inquisición de hoy en día. No tiene ni idea de lo que es capaz ese hombre. Puede acabar con nosotros y que jamás encuentren nuestros cuerpos sin que nos hayamos dado cuenta de qué está pasando. Cuanto más lejos estemos de él mejor.
—Joder, no tenía ni idea.
—Creo que intuye que sí he visto la carta, lo conozco y hay algo que no me ha gustado en su tono cordial. Ahora no sé qué vamos a hacer.
—Pero tenemos la copia, algo podremos hacer —comentó Paolo bajando el tono de voz hacia uno apenas audible.
—Sí y no. Tenemos que ir a Fátima y nos va a ser imposible. Sé que ahora va a estar encima de nosotros.
—¿A Fátima? —Preguntó muy sorprendido.
—Sí. Ahora le explicaré, pero a ver cómo lo hacemos, es esencial.
Ambos montaron en el ascensor pensativos. No tenían ni idea de cómo proceder.





Zimmerman hablaba por teléfono con alguien del cuartel, por lo que el cardenal Allamand aprovechó para acercarse a Sessta.
—Inspector, creo que ya sabe cómo proceder. Sígalos muy de cerca, si tiene que actuar, tiene mi permiso.
—No le fallaré, Ilustrísima, nunca lo he hecho.
Pocos sabían que Sessta era en realidad el brazo ejecutor de la Congreación para la Doctrina de la Fe y, los que sí, callarían por miedo a lo que les pudiera suceder.
Sessta se encaminó hacia la salida por el largo pasillo sonriente. Tenía autorización para meterle un balazo entre las cejas al inspector de los Carabinieri y no pensaba perder esa oportunidad.





—¿No puede contarnos nada más? —Le preguntó el intérprete mientras el agente de la Gendarmerie Nationale tomaba nota de lo que a su vez traducía éste.
—Siento no poder serles de ayuda. Ya les he contado todo.
El intérprete hizo un resumen de lo que había declarado.
—Entonces dice que un desconocido los abordó a punta de pistola, que les hablaba en inglés, les hizo meterse en el callejón. Al no entender lo que les requería y ustedes no entregarle el dinero, se puso muy nervioso e iba a dispararles, pero justo en el momento en el que lo iba a hacer, ese señor —dijo señalando al mendigo que estaba sentado un par de metros a su derecha—, golpeó al agresor por detrás en la cabeza haciendo que cayera al suelo. La mala suerte hizo que cuando lo golpeó estuviera disparando, pero la buena que del propio golpe saliera desviado y la bala le alcanzara la parte superior del brazo.
Nicolás asintió, era justo como lo había relatado.
—Déjeme decirle que usted ha vuelto a nacer. Creo que debería agradecer a ese mendigo que le haya salvado la vida. Pero sobre todo espero que no se lleve una imagen equivocada de París, son casos aislados, a casi nadie le suele ocurrir algo parecido.
—Lo sé, ha sido mala suerte —respondió Nicolás sonriente mientras miraba su bíceps vendado.
—Pues firme aquí y esto servirá como denuncia. Es un intento de homicidio, ese mal nacido pasará una buena temporada en la sombra.
Nicolás firmó encantado.
Acto seguido recordó, una vez más, cómo había sucedido todo. 
Justo después de recibir el balazo en el brazo tras el desvío por el golpe, vio cómo el mendigo se echaba encima de su agresor, impidiendo que, en caso de despertar del duro golpe, pudiera moverse. Intentó actuar con cabeza fría y acordó con Carolina que lo mejor era avisar a la policía y actuar como si de un atraco se tratara. Así se asegurarían la detención del malhechor. Estaban seguros que este no iba a cantar en comisaría. Si lo hacía seguro que la Sociedad se encargaría de darle boleto.
Miró a Carolina, ésta le devolvió la mirada acompañada de una sonrisa. A pesar de lo crítico de la situación, habían conseguido sobrevivir un día más. Y dado como estaban las cosas, era mucho.
Nicolás se había sorprendido gratamente al ver cómo, su novia, en un momento de lucidez sin precedentes pues si no lo hubiera hecho se hubiera desmontado toda su mentira, había agarrado un trozo de papel de un contenedor y, aprovechando que el mendigo estaba concentrado en que no se moviera el agresor, había desmontado el silenciador del arma y lo había arrojado al propio contenedor, echando varias bolsas de basura por encima y asegurándose de que quedara bien oculto.
Un atracador con silenciador en el arma no era algo demasiado común.
—Está bien, señor Valdés —dijo nada más entrar la agradable médica que lo había estado  atendiendo desde su llegada al hospital, hacía un par de horas ya—, como sospechaba y confirma esta radiografía, la bala ha entrado y ha salido sin tocar hueso ni arterias. Sólo músculo, le dolerá, bastante, pero podrá pasar. De verdad, no sabe la suerte que ha tenido.
Suerte. Era la enésima vez que escuchaba esa palabra. Aunque no le molestaba.
—Muchísimas gracias, la verdad es que no me puedo quejar —contestó poniendo su mejor cara.
—Perfecto, pues ya tiene el alta. En el propio papel le he recetado unos calmantes. Hay una farmacia cercana donde los puede comprar. Tómese según el dolor cada ocho o cada seis horas. También podría alternados cada cuatro en caso de dolor extremo, pero eso ya usted lo sabrá. Espero que pueda disfrutar de lo que le queda de vacaciones sin ningún sobresalto. Aunque podrá decir que lleva París marcado en sí mismo para siempre —añadió sonriendo.
Tanto Nicolás como Carolina hicieron lo propio.
—Una última cosa —dijo Nicolás a la doctora, que ya se disponía a salir del box en el que se encontraban—, como no voy a entender lo que me diga, ni él a mí, haga el favor, déle esto a nuestro salvador.
Nicolás abrió su cartera y extrajo casi todo el dinero que llevaba encima, dejando dentro lo justo para poder ir a su destino y lo colocó encima de la mano de la médica. 
—No le doy más porque simplemente no llevo. Si no, lo haría. Dígale que siempre le estaremos agradecidos de por vida. Que por favor, que no malgaste este dinero en alcohol. Que coma.
Ésta sin perder la sonrisa lo hizo. El hombre casi se echó a llorar. Sin mediar palabra se acercó hasta Nicolás con la mano tendida.
Este último la rechazó para ofrecerle un abrazo.
—Gracias —le dijo al separarse.
El mendigo sonrió.
Una vez Nicolás hubo firmado los papeles necesarios salió del hospital junto a Carolina. A pesar del contratiempo, no podían quedarse quietos. Debían de ir cuanto antes al punto deseado.
—Antes de nada, debo de hacer algo. Es por nuestra propia seguridad —comentó el inspector a la joven.
Ésta lo miró sin saber qué quería decir. Nicolás extrajo su teléfono móvil del bolsillo. Marcó un número.
Esperó a que descolgaran.
—Alfonso —dijo nada más oír el “¿sí?” de su interlocutor—, soy Nicolás. Te aparecerá un número extraño porque estoy en París.
—¡Hombre, Nicolás! —Contestó el jefe y a la vez amigo del inspector— Qué cabroncete, así que te has largado a París de vacaciones, para eso la excedencia, ¿no?
—Ehm… —dudó—, no, a ver… ya sabes en lo que estoy metido. Al menos lo imaginas…
Alfonso tardó unos instantes antes de contestar. Conocía a la perfección la historia.
—Más o menos.
—Pues sin preguntas debo pedirte un favor que sólo tú me puedes conseguir.
—Nicolás, me estás acojonando.
—Necesito un arma.
—¿¡Estás loco!? No puedo hacer eso. ¿Quieres que acabemos los dos en la puta calle? Ni loco pienso conseguirte un arma, a saber para qué coño la quieres.
—No es lo que piensas, Alfonso. Es para protección, Carolina y yo hemos sufrido un par de ataques en los dos últimos días y hemos estado a punto de no contarlo. De haber llevado un arma esto no habría pasado.
—¿Qué pasó?
—Ahora eso no importa. Lo importante es que necesito un arma y la necesito ya. No soy imbécil, te conozco como si te hubiera parido y sé que conservas contactos en todos lados para estas cosas. No me falles, por favor. Quiero que la mandes a ésta dirección en Rennes-Le-Château —era la dirección del hotel en la que tenían planeado pasar la noche una vez llegaran al pueblo.
—Me cago en tu puta madre, Nicolás. Dame un rato, te llamo en conseguirte algo. ¿Has dicho Rennes-Le-Château, no? —Preguntó retóricamente—. Está bien, pero si te pillan negaré todo, te lo cargarás tú y encima te pondré de patitas en la calle. Me da igual que seas el puto mejor policía de la historia. ¿Entendido?
—Sabes que sí. Otra cosa, intenta que, de alguna manera el banco bloquee el rastreo que se puede hacer del uso de mi tarjeta de crédito. Voy a necesitar pasta y no quiero que me puedan localizar si uso la tarjeta. Alega misión policial secreta o lo que te salga de los cojones, pero que desactiven eso ya.
—Joder, Nicolás, menuda tardecita me vas a dar. Enseguida te llamo. Estáte atento. Y lleva cuidado, joder.
Colgó.
—Ya está, ya podemos ir —dijo éste a Carolina, que lo miraba sorprendida por la conversación que acababa de tener.

Tomaron un taxi en la parada que el propio hospital tenía. Indicaron la dirección al taxista. La parada de autobuses se les había alejado algo por el contratiempo. Ya no podían perder más minutos.


NOTA DEL AUTOR: Éste será el último capítulo hasta que pasen las navidades. He de hacer un parón (necesario). Espero lo entendáis y lo esperéis con ganas!!

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