viernes, 13 de enero de 2017

Antro de mala muerte

Me senté en el mismo lugar. Creo que el taburete no se había movido ni un solo centímetro desde la inauguración de aquel tugurio.
No necesité pedir nada. El camarero, con gesto serio colocó frente a mí el vaso de tubo con cubitos y un Red Bull al lado. Bebida glamourosa donde las haya, lo sé, pero siempre había sido así, siempre bebía lo mismo. Un recipiente blanco con algunos frutos secos que no probaría descansaba al lado del recipiente de cristal. Lo más seguro es que tampoco le diera sorbo alguno a la bebida, ya no recordaba cómo fue en anteriores ocasiones. Ya no recordaba nada.
Siempre sonaba la misma música. O era eso, o mi cabeza entraba en modo bucle con la misma melodía de los Rolling sonando a un volumen moderado. Puede que el dueño tuviera un gusto limitado. Un gran gusto, por qué no decirlo, pero limitado. Acaricié el vaso con mis dedos, un flash me vino a la mente, a traición, como lo hacía siempre.
Apreté los ojos, fuerte. Necesitaba que se fuera de mi cabeza, necesitaba sacarla para siempre, pero nunca se va, nunca se irá.
Me giré sobre el taburete. Varios jóvenes jugaban con la mesa de billar, parecían divertidos, ajenos al mundo exterior. Los envidié. Sólo unos pasos atrás, una pareja jugaba a los dardos con la misma máquina electrónica que siempre había estado ahí. Eso sí me dolió, el inevitable recuerdo me asaltó y me hizo preso sin poder yo remediarlo. Arrugué la nariz tratando de evitar la lágrima que ya descendía por mi rostro, acariciándome lentamente como si de su mano se tratara, pero al mismo tiempo recordándome que ya no estaba. Que ya no estaría.
Recordarme junto a ella, jugando a esa misma máquina, dejándome ganar disimuladamente, otras veces siendo derrotado con total justicia… Dolía, vaya que si dolía.
Sacudí mi cabeza y sentí cierta sensación de mareo. Volví a girarme. El camarero me miraba con cierta pena. ¿Acaso eso era lo único que yo transmitía ahora? ¿Pena? Casi seguro que sí, ¿pero qué otro sentimiento podría despertar alguien como yo? Bueno, asco, quizá eso. Pero el camarero me miraba con pena, de eso no había duda.
Saqué la cartera. No rebosaba de billetes, pero gastaba tan poco desde hacía tanto tiempo que siempre había dinero dentro de ella. Dejé un billete de veinte euros y me levanté. El camarero ni hizo el gesto de devolverme ni el billete en sí, al no haber ni llegado a consumir, ni el cambio. Sabía por experiencias pasadas que no aceptaría nada. No era algo que me importase ya.
Salí cabizbajo de aquel antro de mala muerte. Aquel antro, que sin embargo, nos encantaba. Aquel antro en el cual pasamos nuestros mejores momentos.
La música de los Rolling seguía sonando. Sería un disco completo lo que estaría reproduciéndose. ¿O acaso sonaba en mi cabeza? Joder. La sensación de no saber si estaba viviendo una realidad o no ya empezaba a agobiarme.
Monté en el coche y prendí el motor. Claro, como era lógico, después del accidente, el vehículo ya no era el mismo. Eso sí había cambiado. Lo único que había cambiado aparte de ya no tenerte.
Comencé a andar. Los recuerdos, como siempre que hacía eso comenzaron a atosigarme. Yo traté de esquivarlos, pero me atacaban por todos lados, como bombas cayendo del cielo. El peor momento llegó cuando advertí que llegaba al lugar. Al lugar.
Ahí recibí el peor de los mazazos. Me recordé a mí mismo haciendo el tonto contigo. Recordé cómo me llamaste la atención, cómo me dijiste que me centrara, que íbamos a tener un accidente. Pasé por el punto justo en el que el coche perdió el control. O yo, mejor dicho, el coche sólo hacía lo que yo le indicaba, aunque fuera involuntario.
Los recuerdos se me perdieron ahí, no sé si en realidad abrí los ojos cuando los bomberos te sacaban, ya sin vida, del vehículo. No, no sé si lo recuerdo, me lo inventé para castigarme o si lo soñé en una pesadilla, pero en esos momentos lo estaba visualizando, con toda claridad. Supongo que ahí fue cuando mi mente se nubló, cuando mis ojos dejaron de ver y cuando decidí que éste mundo dejaba de tener sentido para mí. Creo que ahí fue cuando tomé la decisión de no frenar, de seguir acelerando, de no volver a revivir ese aniversario sin ti. Creo que ahí fue cuando ese muro contra el que choqué hizo que se apagara mi luz. O cuando en realidad hizo que se encendiera. Cuanto todo acabó. O cuando empezó.
—Eres un imbécil, ¿sabes? ¿Por qué lo has hecho? ¿No sabías que yo te cuidaba desde donde estaba?
Él la miró, sonrió. Hacía demasiado tiempo que no sonreía.
—Lo hice porque no podía aguantar la espera. Porque mi vida no tenía sentido sin ti. Porque quería estar contigo. Ahora ya estamos, nunca nadie podrá separarnos.
—Idiota.
—Te quiero.
Ella sonrió. No le quedaba más remedio que adorarlo con todas sus fuerzas. Nunca lo creyó culpable de lo que sucedió. Pero ahora ya nada importaba. Juntos. Juntos para siempre.
—Te quiero.

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