miércoles, 2 de diciembre de 2015

Capítulo 8




Capítulo 8


     Tras cinco horas de vuelo, tomaron tierra. El avión, de la compañía Air Europe los había dejado en suelo escocés sin ningún tipo de percance. Nada más salir del aeropuerto, Nicolás echó un vistazo general hasta que lo divisó. Un elegante Rolls Royce de color negro del año sesenta y siete los esperaba junto a la entrada del edificio. El conductor esperaba dentro, tenía órdenes concretas de perder el menor tiempo posible.
     Una vez dentro y tras los pertinaces saludos de rigor, éste les indicó que se dirigían al cementerio de Greyfiars Kirkyard, lugar en el que tendría acto la ceremonia de cremación del cuerpo del anciano.
El cementerio, a pesar de ser lugar de descanso de numerosas personalidades, no era conocido precisamente por eso. Todo el mundo había oído hablar de él porque estaba enterrado Bobby, el perro que permaneció durante catorce años junto a la tumba de su amo. Otra de las curiosidades por las que era conocido era porque se decía que en él moraba el espíritu de George Mackenzie, conocido como «El sanguinario», un abogado del que se decía que no podía descansar en paz y se dedicaba a molestar a los visitantes.
     Bajaron del coche agradeciendo al conductor la carrera. En la propia puerta del cementerio les esperaba alguien.
     —Supongo que son el señor Valdés y la señorita Blanco —comentó en un muy buen castellano.
     —Supone bien. ¿Es usted Charles Montgomery?
     —Sí. Perdonen que les aborde tan deprisa, pero nos esperan para que empiece la ceremonia.
     Sin más pasaron al interior del complejo. Hacía un frío horrible y el día estaba encapotado. Ambos agradecieron enormemente el que la ceremonia fuera en un edificio dentro del propio cementerio. Al entrar comprobaron, sorprendidos, como apenas había gente en su interior. Aparte de ellos tres, sólo tres personas más, sin contar al sacerdote, estaban observando de manera fija el enorme ataúd de maderas nobles y goznes dorados. Dos de ellos permanecían más juntos, como si se conocieran, el otro, un señor alto e imponente de pelo rubio casi anaranjado, estaba un poco más apartado.
     Carolina no pudo evitar pensar que, a pesar de la riqueza de Edward Murray, en realidad era pobre, muy pobre.
     La sala era escasa en cuanto a decoración, pero lo poco que había le confería un aspecto rancio y triste. Quizá por eso se llevaran a cabo las ceremonias dentro. Un par de altares con una cruz cada uno encima —de aparente falso oro— y un tapete de ganchillo propio de los años veinte, un armario con las puertas desconchadas y dos hileras de sillas de madera con más polvo que respaldo, completaban el conjunto.
     —Los dos que están juntos son empleados del señor Murray —susurró el albacea a ambos—, encargados de su castillo. El otro es el detective que está llevando a cabo la investigación por la muerte. Supongo que querrá hacerles unas preguntas rutinarias.
    Nicolás lo miró. Éste, a su vez, miraba impasible el ataúd. Se preguntaba si sería capaz de averiguar algo sobre el fallecimiento, aunque, sinceramente, lo dudaba.
     La ceremonia no fue demasiado extensa. El inspector apenas entendía al sacerdote que la oficiaba y, Carolina, a pesar de hablar un fluido inglés, le costaba horrores pues su forma de pronunciar y expresarse distaba de lo que ella conocía. Aun así, supo que hablaba de sus virtudes como filántropo y elogiaba su labor para con el pueblo escocés. Escuchó al menos en tres ocasiones que fue un hombre grande, que lo dio todo y que no dudaba en estar para todos. Carolina no pudo estar más de acuerdo con esas palabras.
     No pudo evitar soltar alguna lágrima.
    Al terminar la ceremonia, cuatro hombres vestidos de traje negro y con unos guantes del mismo color, aparecieron por una puerta lateral y se colocaron, dos a dos, a los lados del ataúd. De manera ritual se agacharon y lo agarraron por sus asas doradas. Todos se incorporaron a una y, con paso uniforme, volvieron por donde habían venido transportando el ataúd.
    —Se dirigen al horno crematorio —comentó el señor Montgomery rompiendo el incómodo silencio que se había generado—. Según me han informado, tardarán un par de horas en entregarles los restos del señor Murray. ¿Quieren que salgamos fuera a hablar? Aquí el aire está algo cargado.
     Ambos jóvenes asintieron. A pesar del frío preferían que el aire les golpeara la cara a estar ahí dentro.
     Nada más salir, Carolina levantó la cabeza y dejó que el viento rozara su rostro. Lo necesitaba. Le había sido inevitable acordarse del funeral de su padre. Ya había pasado casi dos años, pero, quizá porque no lo pensara, quizá porque ella misma no quisiera, todavía no se había hecho la idea del todo de que ya no estaba. Se preguntó cuánto tiempo más le quedaba para eso.
     —Debo agradecerles de nuevo que hayan venido con tanta urgencia. Supongo que no les habrá sido fácil dejarlo todo y venir sin más. Pero sé que al señor Murray le hubiera gustado. En sus últimos días no paraba de hablar de ustedes dos. Bien, por supuesto.
     —¿Se sabe algo de lo que ha pasado con el envenenamiento? —Quiso saber el Nicolás.
   —No se sabe poco todavía —dijo una voz por detrás, era el detective que estaba dentro—. Disculpen mi españiol, si prefiero voy a hablar en mi idioma y este señior traduce, ¿ok?
     Los tres restantes asintieron.
     El detective comenzó a hablar mirando directamente al albacea, que asentía a cada frase que éste decía. En medio de la conversación, el policía le dio una tarjeta, a lo que Montgomery respondió tomándola y sacando de su cartera otra y dándosela a él.
     —El detective Hughes me comenta que todavía no han identificado la sustancia con la que se envenenó al señor Murray, pero que todo es muy raro porque ha tenido las veinticuatro horas vigilancia en su puerta. No ha recibido visitas y su habitación no tiene ventanas al exterior. Las únicas personas que han entrado y salido de la habitación han sido las enfermeras y médicos, por lo que se está llevando una investigación sobre ellos. Me ha preguntado si ustedes pueden aportar algo al caso, pero ya le he comentado yo mismo que no, que se han enterado hace unas horas y que no saben más. Me ha pedido que le tenga informado sobre cualquier novedad. Que él hará lo mismo con nosotros.
     Volvió a girarse y se despidió del detective.
    —Buen viaje —dijo éste a modo de despedida.
    Dio media vuelta y marchó mientras cerraba su abrigo debido al frío.



     El padre Fimiani corría tan rápido como podía en dirección a las grutas vaticanas.
     Sabía que todavía estarían allí.
     Los actos de habían alargado de manera considerable, por lo que tenía la intuición de que no había comenzado el acto de inhumación del difunto Papa.
     Accedió a las grutas por el Brazo Braschi, que llevaba directamente a la cripta. Al llegar, confirmó sus sospechas. La parte del funeral que no verían las cámaras de televisión estaba a punto de comenzar. Buscó con sus ojos a su objetivo, por desgracia no le quedaba más remedio que esperar a que terminara el acto. Miró su reloj, el tiempo corría en su contra.




      La siguiente hora y media la pasaron charlando sobre temas banales, con Edward presente en cada frase y sin realmente llegar a contarse nada.
     Por fin acabó saliendo uno de los hombres trajeados que habían portado el féretro del señor Murray con una urna preciosa. Se la entregó al albacea, que agradeció de inmediato el gesto.
     —Ya está —comentó mientras observaba el objeto—, su último cometido es esparcirlas en los jardines de su castillo, el punto exacto lo eligen ustedes, no dijo nada al respecto. El mismo coche que les ha traído les llevará. Después, cuando lo consideren les acercará al aeropuerto de nuevo para su regreso a Roma. Tienen billetes reservados para dos vuelos distintos con dos horas de diferencia, tomen el que mejor les venga. Si acaso quisieran hacer noche aquí, podrán hacerlo en el castillo o en cualquier hotel que ustedes elijan, tan solo me tienen que llamar a este número de teléfono —entregó una tarjeta a Carolina—. Les conseguiré lo que necesiten y además gestionaré los billetes para su regreso cuando lo estimen. Mañana mismo recibirán el dinero que les he comentado por teléfono, ya está dada la orden de transferencia. Por mi parte, nada más. Ha sido un placer conocerles en persona, aunque lamento que haya sido en estas circunstancias. Gracias por venir, de corazón.
      Les tendió la mano. Ellos le devolvieron el gesto.
     Sin más desapareció por la puerta que daba acceso de nuevo a la sala de ceremonias. Quizá debiera firmar algunos papeles.
    Nicolás miró a Carolina. Ésta sostenía la urna con los restos de Edward. Su rostro mostraba una tristeza extrema por lo sucedido.
     —¿Vamos?
     La joven asintió. Se dirigieron hacia el coche y montaron. Éste inició la marcha hacia el castillo de Edward Murray.




     El acto ya estaba llegando a su fin tras casi media hora. En él estaban presentes varios cardenales, uno por cada una de las órdenes cardenalicias: Presbíteros, diáconos y obispos. También se encontraba el camarlengo, que oficiaba la ceremonia, así como el cardenal decano y el obispo vicario de Roma. En circunstancias normales, nadie excepto ellos podían entrar en las grutas para esta ceremonia, pero Fimiani era de las pocas personas que tenía acceso a todo el Vaticano. En aquellos momentos, el camarlengo, al mismo tiempo que rociaba con agua bendita el féretro, cantaba el Salve Regina. El ataúd había sido sellado con cintas rojas con los sellos de la Cámara Apostólica, de la Prefectura de la Casa Pontificia, de la Oficina de celebraciones litúrgicas del Papa y del Capítulo Vaticano. Para seguir con lo que la tradición marcaba, se introdujo el ataúd, fabricado en madera de olmo y ciprés, en un féretro de plomo, de unos cuatro centímetros de espesor. Eso ayudaría a evitar la humedad. Luego, este fue introducido en un nuevo féretro de madera de nogal.
     La lápida elegida era sencilla. Blanca como la cal, con una simple cruz y una inscripción con el nombre del Papa en latín.
     A Fimiani, a pesar del profundo respeto que sentía por el difunto y el privilegio que suponía ver en primera persona un acto milenario de semejantes características, se le hizo eterno.
     Una vez acabado todo, los presentes acordaron una reunión inmediata en la Capilla Sixtina para dedicar una oración al fallecido. Justo cuando se disponían a salir, el sacerdote colocó una mano sobre el hombro del camarlengo.
      —Padre Fimiani, muchas gracias por honrarnos con su presencia. Estaba seguro que no faltaría a esta ceremonia. El Santo Padre le tenía un aprecio enorme, ya lo sabe, hubiera sido su voluntad que hubiera estado con él en este momento tan especial. Ahora ya descansa junto a su padre.
     —No me dé las gracias. No podía faltar a este acto, ya me conoce —miró a su alrededor, los cardenales todavía salían de la cripta y no podía dejar que nadie escuchara su conversación. Bajó la voz—. Necesito preguntarle algo, ¿le importa si nos alejamos un poco?
Al camarlengo le extrañó una petición semejante en un momento como aquel, pero no pudo negárselo.
     Se alejaron unos pasos hacia el interior de la gruta. Ambos se plantaron delante de la tumba de Pablo VI.
    —Usted dirá.
    —No sé muy bien cómo abordar este asunto. Es algo escabroso.
    —Por favor, sea directo.
    —Usted está al tanto de lo que sucedió en nuestro seno hace apenas unas semanas, ¿no?
    —¿Cómo no estarlo? En realidad pocos lo saben, pero como mano derecha de su Santidad, debía conocerlo.
    —El asunto se ha recrudecido. Seré directo, discúlpeme. El cardenal Sousa ha sido brutalmente asesinado.
    El camarlengo se echó las manos sobre la boca. Fimiani pudo ver cómo los ojos del hombre se abrían como platos.
    —Pee… peeeerooo… ¿cómo?
    —Ha ocurrido en la Residencia de Santa Marta, todavía no sabemos mucho, pero el acto ha sido una salvajada. Pero no sólo ha sido eso, una serie de actos han hecho pensar a los Carabinieri que todo ha comenzado de nuevo.
     El camarlengo necesitó respirar profundo para poder hallarse de nuevo.
    —Esto es horrible. Horrible… ¿Qué está pasando, Fimiani? ¿Nos estamos volviendo locos?
   —No tengo la menor idea de lo que pasa, ojalá pudiera darle respuesta. De pronto tenemos que ayudar en lo que podamos a los investigadores para que esclarezcan esto cuanto antes, no podemos permitir que se origine una nueva matanza como la vivida hace quince días. Debemos reaccionar.
     El camarlengo sopesó las palabras del sacerdote antes de contestar.
    —Pero, ¿qué puedo hacer yo? —Quiso saber.
    —Es muy simple. Ahora le haré una pregunta. Es vital que me conteste con sinceridad porque su respuesta puede aclarar muchas cosas. Dígame, ¿El Santo Padre ha sido asesinado?
   De pronto y como si se hubiera accionado algún tipo de circuito dentro del cuerpo de su interlocutor, su frente comenzó a llenarse de sudor. Su tono de piel estaba cambiando de un dorado casi envidiable a un blanco inmaculado. Sus labios también comenzaron a morarse. Al ver esta reacción, Fimiani dio un paso adelante. Parecía que el hombre iba a caer al suelo de un momento a otro.
    —¿Se encuentra usted bien?
    —Ssssssi… —acertó a decir.
    —¿Puedo tomarme esta reacción como una respuesta afirmativa?
    El camarlengo miró al sacerdote con ojos misericordiosos, como queriendo desaparecer de la faz de la tierra de inmediato por llevar consigo un secreto tan grande.
    —¿Lo sabe Zimmerman?
    El hombre negó con la cabeza.
    —¿Cómo es posible?
    —Ordené al médico que lo asistió que guardara silencio. En su informe se adujo un fallo en el corazón. Sabe que las autopsias papales están prohibidas, nadie tenía que saber que un hombre tan grande había muerto de manera tan miserable. No tengo miedo de que el médico cuente nada porque también es sacerdote, su fe va por delante. Lo hice para que no fuera recordado por eso, sino por su grandeza como pastor.
     Se echó a llorar como un niño pequeño.
    A Fimiani no le salían las palabras. Sabía que la respuesta a su pregunta iba a ser positiva, pero en el fondo deseaba que no fuera así. La confirmación hizo que un nuevo nudo se hiciera en su estómago. Ya había perdido la cuenta de cuántos llevaba en el último mes.
    —Está bien, tranquilícese. Ahora cuénteme cómo murió. 
     El hombre dudó antes de hablar. Miró a su alrededor, nadie podía escuchar aquello. Sabía que en el fondo eso no servía de mucho, las paredes de aquel lugar tenían oídos.
     Encomendó a Dios su alma. Iba a romper un juramento que él mismo se había auto impuesto.
     Le relató todo a Fimiani. Una vez hubo acabado, tembloroso dio media vuelta y salió de las grutas en busca de cobertura. Paolo tenía que saber aquello. Lo tenía que saber ya.





     El coche se detuvo frente a la puerta.
    Nicolás sintió un escalofrío recorrerle la espalda cuando volvió a ver el impresionante castillo de frente. En aquellos momentos fue consciente de que estaba vacío y empezó a hacerse a la idea de que su dueño ya no estaba entre ellos. Reprimió el ansia de ponerse a llorar. Debía mostrar entereza para que, Carolina, que estaba muy sensible en aquellos momentos, no se echara a llorar también.
     El chófer les abrió la puerta y ambos bajaron.
    —Aquí tienen las llaves del castillo —su castellano era impecable, tanto que dudaron de si era español—, por si necesitan entrar para lo que sea. Charles Montgomery me ha dado órdenes para que les espere aquí mismo, que les deje intimidad. Le dejo mi número de teléfono móvil. Si por un casual decidieran quedarse en el castillo, por favor, me llaman, me lo comunican y yo me marcho hasta que me vuelvan a llamar para que les recoja. Estoy a su total servicio.
     —Escuche. Creo que después de esparcir los restos, necesitamos al menos una hora de descanso.       Creo que no habrá problema para coger un vuelo algo más tarde, según me ha comentado el señor Montgomery.
     —No, no lo hay, señor.
    —Perfecto, pues márchese si quiere y en una hora y cuarto, por ejemplo, nos vemos aquí mismo. En la entrada.
    —Como deseé el caballero —comentó el hombre con unos modales exquisitos.
     Sin más, se montó en el coche, prendió el motor y se marchó.
    —¿Vamos, pequeña?
     Carolina lo miró, con la urna en la mano y sonrió algo forzada.
     Nicolás abrió la puerta metálica con las llaves que el chófer le había dado y accedieron.
     Éste le echó un brazo por encima a Carolina mientras andaban por el sendero de acceso al castillo y besó su cabeza. Nicolás entendía a la perfección por qué, a pesar de conocer tan poco tiempo al entrañable anciano, los sentimientos de la joven estaban tan a flor de piel. Tenía claro que le recordaba a su propio padre. Su pérdida era como haber perdido por segunda vez a alguien tan importante para ella.
     Continuaron andando hacia el envidiable jardín que flanqueaba la fortaleza.
    —¿Te parece que lo hagamos aquí?
    La joven asintió.
     —Está bien. ¿Lo haces o lo hago?
     —Lo hacemos.
     Carolina abrió la tapa de la urna. Nicolás no pudo evitar echar un vistazo a su interior, le era muy complicado concebir que ese polvo que contenía fuera antes una persona. Notó que un nudo se le hacía en la garganta. La joven comenzó a llorar. El inspector la atrajo hacia sí y la apretó con fuerza, necesitaba transmitirle que estaba ahí, no sólo de cuerpo presente. Colocó su mano izquierda sobre la de Carolina, en la urna e hizo un leve movimiento para indicarle que había llegado la hora.
      La joven colaboró y las cenizas comenzaron a caer sobre el húmedo césped. Nicolás comenzó a girar acompañando a Carolina con su cuerpo, trazando una circunferencia a la vez que seguían arrojando los restos. Se aseguró de haberlo esparcido todo y cerró de nuevo la urna.
     Ya estaba.
     Edward descansaba ahora sobre el césped en el que tantas veces habría caminado para despejar su mente en situaciones difíciles.
     En ese momento sí dejó que las lágrimas mojaran su rostro.
     Aguardó un par de minutos en silencio sin decir nada, sin pensar nada. Pasados, volvió a besar a Carolina, pero esta vez en los labios. Ésta agradeció el beso, cerró los ojos y se dejó llevar. No sabía qué sería de ella en esos momentos sin el amor de su vida a su lado.
     —¿Pasamos al castillo a descansar un poquito antes de irnos? —Preguntó en un tono casi paternal.
    La joven asintió. Necesitaba entrar, sentarse un rato en silencio y pensar en sus cosas. Necesitaba recuperar la compostura que tenía hacía tan solo unas horas.
Sin que Nicolás le quitara el brazo de su hombro, comenzaron a andar hacia la puerta principal.
    Subieron los imponente escalones que daban acceso al portón. Nicolás apartó su brazo para introducir la mano el bolsillo y buscar las llaves que le había dado el chófer.
     Carolina se detuvo en seco. A Nicolás no se le escapó el gesto.
    —¿Qué ocurre? —Quiso saber.
     Ella lo miró y, automáticamente, miró hacia la puerta.
     Estaba entreabierta.
   Aquello no hubiera sido señal de alarma ninguna de no haber sido porque estaba claramente forzada.
     De manera instintiva, agarró a Carolina y la atrajo hacia su cuerpo. Palpó el bolsillo en busca de la tarjeta que el detective Macnosequé le había dado. Se dio cuenta enseguida de que en realidad se la había dado a Montgomery y no a él. Se maldijo. Dudó de llamar directamente a emergencias, pero no estaba seguro de querer involucrar a más gente en aquello. Volvió a maldecirse por no llevar su pistola reglamentaria, con ella todo sería más fácil. Pero claro, ¿con qué pretexto la iba a pasar por el aeropuerto si estaba oficialmente de vacaciones?
     Puede que eligiera la situación menos sensata de todas, pero colocó a Carolina detrás de él y abrió con extremo cuidado el portón. A la joven no le dijo nada, de sobra lo conocía y sabía lo que iba a hacer.
     Accedió al castillo, dejando antes la puerta en su posición anterior. Comenzó a andar despacio. Notaba la respiración de Carolina en su nuca, era algo acelerada, estaba muy nerviosa. Aunque no más que él. Se odiaba a sí mismo por tener que exponer al ser que más quería en este mundo a tanto peligro, pero ambos estaban metidos hasta el cuello en ese asunto y no podía hacer otra cosa. Todo estaba muy oscuro, aunque daba gracias de que al menos se pudiera ver lo suficiente para no tropezar con una de las pesadas armaduras con las que se iba cruzando.
     Pasaron por varias puertas cerradas hasta que llegaron a una que no lo estaba. Nicolás la conocía muy bien pues era la del salón en el que se produjo la primera reunión que ambos tuvieron con el millonario. Había muchas posibilidades de que, en caso de haber un intruso, estuviera ahí dentro.
    El inspector miró a su novia. Ésta no se despegaba un centímetro de él. Algo que el madrileño agradeció sobremanera. El peligro era evidente.
    Nicolás trató de relajar su respiración, algo acelerada. Quería introducir su cabeza por la apertura de la puerta y, si respiraba tan rápido, se iba a delatar. Una vez lo hubo conseguido, comenzó a moverse de manera lenta.
     Al hacerlo, en un primer momento no vio nada.
    La oscuridad lo anegaba todo de tal forma que aquello parecía el mismísimo vacío. Sus ojos se fueron habituando y una serie de formar se comenzaron a dibujar frente a él. Vio la mesa rodeada de sillones en la que tuvieron la primera reunión con Edward y que sirvió de reencuentro con Carolina. Distinguió la mesa en la que desayunaron al día siguiente. Consiguió ver la estantería que contenía volúmenes rarísimos. Entonces lo vio.
    De pie, inmóvil. Una sombra permanecía quieta. No movía ni un dedo. Estaba, al parecer, de espaldas hacia su posición.
     Dentro de lo malo, aquello le daba algo de ventaja.
    Llevó su mano hacia atrás y agarró a Carolina del brazo, apretándola para hacerle saber que algo no marchaba bien ahí dentro y al mismo tiempo haciéndole saber que debía permanecer quieta. Se sintió imbécil por lo que iba a hacer, pero no le quedaba otra opción.
     Con su mano derecha simuló portar una pistola, esperó que la oscuridad fuera más su aliada que un handicap, se armó de valor y entró como una exhalación en la sala.
    —¡Policía! ¡Levanta las manos donde yo las vea! —No sabía si se sentía más ridículo por empuñar su propia mano como arma o porque la persona no entendiera ni papa de lo que le estaba diciendo al no hablar castellano. Se sintió más imbécil todavía.
     El extraño no se movió. No hizo nada. El nerviosismo de Nicolás creció hasta límites perjudiciales para la salud. El factor sorpresa no había servido para nada y ahora estaban a merced de aquella persona. Si esa persona llevaba un arma, la sorpresa iba a ser para ellos dos.
    Carolina se pegó todavía más al inspector. De repente, la sombra comenzó a girarse. Lo hacía despacio, como si no tuviera prisa en mostrarse.

     Nicolás estaba al borde la taquicardia. Cuando comprobó quién era, si hubiera llevado una pistola, se le hubiera caído al suelo.

1 comentario:

  1. Tengo que reconocer, que la historia de las que son protagonistas Nicolás y Carolina, es la que menos me está interesando...me parece un poco exageradas tantas muestras de dolor por la muerte de Edward...entiendo que lo estimaran mucho, pero lo conocían poco para tanto llorar...es sólo mi impresión y lo digo como crítica constructiva...:)...lo que sí me ha parecido muy buen punto, es el asesinato del Papa...deseando saber más...gracias por compartir...:)

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