sábado, 5 de diciembre de 2015

Capítulo 9

    

Capítulo 9


    —Nos ha dado un susto de muerte —dijo Nicolás cuando por fin pudo recuperar el habla—. ¿Qué hace con la luz apagada? ¿No se da cuenta de que podía haber cometido una locura?
El hermano Calatrava, el monje templario que habían conocido en Armenia, les sonrió. La situación parecía divertirle.
    —¿Y qué pensaba, pegarme un tiro con ese dedo? —Contestó con guasa.
    Nicolás miró su mano y comprendió lo ridículo de la imagen. Con rapidez deshizo la forma de arma y echó el brazo para atrás. Acto seguido se acercó al lateral de la puerta y encendió la luz de la estancia.
    —Mucho mejor —dijo éste—, ahora dígame, ¿qué hace aquí? ¿Por qué ha forzado la puerta?
    —No tenía otra forma de entrar en el castillo, sabía que tarde o temprano acabarían apareciendo por aquí. No podía arriesgarme a esperar fuera. Lo único que podría pasar es que yo acabara como el pobre señor Murray.
    —Así que lo sabe… —comentó Carolina.
    —Claro que lo sé. Es una noticia desalentadora, pero por desgracia era esperada. El enemigo no se iba a quedar con los brazos cruzados. Eso estaba claro.
    —¿Piensa que han sido…?
    —No, no han sido ellos —contestó tajante.
    —¿Cómo puede estar tan seguro? —Quiso saber Carolina.
    —¿Disponen de conexión a Internet en sus teléfonos móviles?
    —Sí —dijo Nicolás al mismo tiempo que sacaba su iPhone del bolsillo. Curiosamente fue un regalo de Edward nada más comenzar la misión que les encomendó.
    —Busque alguna noticia reciente con la catedral de Notre Dame.
    Nicolás, al mismo tiempo que fruncía el ceño por lo extraño de la situación, abrió el navegador Safari y e introdujo las palabras clave. Tocó con su dedo en el primer enlace que vio, era una noticia de hacía unas horas.
    —Dos hombres pierden la vida quemados vivos en la plaza de Notre Dame. ¿De qué va esto?
    —Son ellos, los han asesinado.
    —¿Se refiere a Francisco y a Aksel? —Preguntó una incrédula Carolina.
    Calatrava asintió.
    Ambos jóvenes se miraron sin saber bien qué decir. ¿Pero acaso no eran ellos el enemigo?
    —¿Está confirmado que son ellos?
    —Sí, no hay duda. La policía francesa trabaja en el caso, lo único que tienen claro hasta ahora son las identidades de los fallecidos.
     Nicolás apretó sus puños de rabia. Aquello cada vez iba creciendo más. La bola no paraba de rodar y cada vez era más grande. ¿Quién estaba metido en todo aquello? ¿Qué mas sorpresas le quedaban a lo largo del día?
     Aquella pregunta no iba a tardar en ser resulta.



    Una nueva sombra había penetrado en el castillo sin hacer el menor ruido. Su exhaustivo entrenamiento le había permitido moverse sin ser detectado casi por donde quisiera. Cuando él quería dejaba de existir. Era un juego al que le encantaba jugar.
    Los había seguido desde que habían puesto sus pies en suelo escocés, sin apartar sus ojos de ellos. No tenía ni idea de lo que hacían dentro del castillo en esos momentos, pero comprobar que habían dejado la puerta abierta y que todo estaba oscuro era una clara ventaja para él.
    Se acercó sigilosamente hasta una puerta que parecía estar entreabierta, se oían voces desde el otro lado. En efecto, estaban ahí, parecía que había una tercera persona. ¿Sería el monje y su suerte se vería multiplicada? 
    Daba igual quien fuera. Nadie iba a salir vivo de ahí dentro.
    Sacó su pistola.
    Se preparó para actuar.
    Él era la muerte.




    —¿Pero se sabe quién está detrás de las muertes? —Quiso saber Carolina.
    —No. Eso nos deja en una clara desventaja por una parte. Nuestro enemigo es invisible y eso lo hace muy peligroso. No tengo la menor idea de quién es ni de lo que quiere. Pero está claro que esto no va a ser fácil.
    Nicolás colocó sus manos en su nuca y dio media vuelta. La situación lo estaba esperando por momentos. Necesita reorganizar sus ideas y la sucesión de hechos no hacía sino enmarañarlas más. Volvió a girarse. La cara de Carolina también era un poema. Estaba tan desesperada como él, de eso no había duda.
    De pronto miró al monje.
    —Un momento —comentó el inspector—. Ha dicho por una parte. ¿Cuál es a otra parte? ¿Tenemos ventaja?
    —Es algo que no sé al cien por cien. Me refiero a que no sé si ese enemigo invisible sabe esto, pero he descubierto algo que puede que sea lo que todos buscan. El fin de todas estas profecías.
    —Hable. 
    —He estado investigando y he encontrado algo que…
    De pronto, el sonido de un disparo retumbó en toda la habitación. El instinto de supervivencia de Nicolás se activó, haciéndolo saltar hacia Carolina y, debido al golpe que asestó a ésta, haciendo que ambos cayeran al suelo. Cada uno en una dirección. Su mente actuó rápido y, de un movimiento ágil se movió hacia la puerta de entrada, seguramente cerca de quien hubiera disparado, pero sería un movimiento inesperado por su parte.
    No buscaba agredirle, sabía de su clara desventaja si éste llevaba un arma en la mano, su objetivo era el interruptor que rápido pulsó para dejar de nuevo la habitación a oscuras. Desconocía si quien empuñaba el arma conocía la estancia, pero confió en su suerte de que no para jugar esa carta a su favor. La oscuridad sería su arma a partir de ahora.
    Rezó para que Carolina hubiera aprovechado ese momento de confusión para esconderse en alguna parte del salón.
    Con la luz apagada y el agresor localizado por el rabillo del ojo milésimas antes de apretar la llave de la electricidad, tomó un nuevo impulso que lo lanzó sobre el hombre que sostenía el arma, que miraba nervioso de un lado a otro pues todo había sucedido tan rápido que ni siquiera estaba seguro de dónde se habían metido esos dos. Había ensayado decenas de veces ese movimiento en la academia de Policía de Ávila, pero hacía mucho que no lo ponía en práctica. Y de la vez que lo hizo, prefería no acordarse. El golpe sobre las costillas sonó seco, dolía sólo con su sonido, pero por desgracia su atacante no estuvo demasiado en suelo. Eso sí, había soltado la pistola que era lo más importante. Se incorporó rápido, parecía ser que sus ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad y buscó la cara del inspector con su puño. Éste se hundió en el rostro del inspector, provocándole un dolor indescriptible. Parecía tener una fuerza sobrehumana.
    Nicolás cayó al suelo de bruces tras el puñetazo, quedando a merced de su agresor. Éste último se abalanzó sobre Nicolás como un poseso, dispuesto a acabar con él con sus propias manos. 
    Un nuevo disparo resonó en la habitación.
    Nicolás, que había cerrado los ojos esperando su fatal destino los abrió despacio. Vio cómo su agresor caía, primero de rodillas al suelo para luego dejar caer el resto de su cuerpo. A pesar de la oscuridad, vio que tenía los ojos abiertos.
    Aunque ya no respiraba.
    Alzó su mirada y vio a Carolina sostener el arma. La había agarrado del suelo y, en el peor momento de todos, o el mejor, según se mirara, había apretado el gatillo, salvándole la vida.
    Carolina dejó caer el arma al suelo, pero ella no se movía. Nicolás se incorporó rápido comprendiendo que era debido al shock por el acto que acababa de cometer. Fue a abrazarla de inmediato pero ésta no reaccionaba. De pronto se acordó del tercero en discordia. Dejó a Carolina de pie y fue a socorrer al hermano Calatrava, que estaba tirado en el suelo con las manos en su barriga.
    La primera bala lo había alcanzado de lleno en el abdomen y la sangre que emanaba era una clara señal de que nada se podía hacer por su vida. Carolina reaccionó al ver a Nicolás arrodillado junto al monje y corrió también en su ayuda, dándose cuenta enseguida de su fatal destino. Le agarró la mano.
    Nicolás sopesó la idea de llamar una ambulancia, pero era imposible que llegaran a tiempo, había perdido demasiada sangre y, al parecer, la bala no había salido de su cuerpo. Además, todavía no tenía ni idea de cómo hacerlo para no verse envueltos en una investigación que les impidiera llevar a cabo la otra más importante.
    El monje abría y cerraba los ojos de manera intermitente. Intentaba hablar, pero las palabras no querían salir por su boca. Su final estaba muy cerca.
    Su respiración era cada vez más débil, sus ojos ya no se movían tanto y había perdido toda la fuerza con la que agarraba la mano de la joven. Cuando ya parecía que su vida se escapaba del todo, pudo decir una palabra. Una palabra que en principio no supieron identificar, pero que lo cambió todo.
    —Po…Poussin.




    Alloa observaba al equipo de criminalística mientras hacían el trabajo. Adoraba la labor de campo.     La realizó durante un tiempo pero acabó comprendiendo que su instinto tenía que valer más que para recoger pruebas, tenía que interpretarlas. Esa fue la razón principal por la que trató de ascender —con un éxito inmediato—, dentro de la jerarquía de los Carabinieri.
    A pesar de no quitar ojo del trabajo de los técnicos, su cabeza no dejaba de dar vueltas a los objetos que habían encontrado bajo la placa. Dos de los cuatro llamaban más la atención. Y es que un casquillo de bala y una instantánea tan reveladora no podían pasar desapercibidos.
    Alloa los relacionó enseguida. La rápida llamada a Paolo y el posterior aviso de éste al padre Fimiani no habían hecho sino confirmar sus pesquisas. La parte que faltaba del casquillo estaba alojada en el pecho del difunto Papa, cuya foto —en formato Polaroid— lo mostraba muerto en su propia cama.
    Los otros dos objetos eran una especie de pin metálico, igual que el que llevaban Francisco y Aksel en el momento de su muerte y una nota manchada en sus dos esquinas con sangre. El mensaje de la nota estaba en latín y Alloa había pedido a Chrystelle que lo transcribiera en otro papel para poder leerlo mientras era procesado.
    Justo en ese momento, la subinspectora volvía a su lado.
    —Aquí lo tienes.
    Le pasó el papel y lo volvió a leer. Tenía el mismo sentido para él que cuando lo había visto. Ninguno.
    Tertia lux cum dies oritur prophetia.
    —Joder, ¿qué coño significará esto?
    —La tercera profecía, nace con la primera luz del día —respondió Chrystelle.
    Alloa la miró, sorprendido.
    —¿Sabes latín?
    —No, no tengo ni idea. Pero él sí —dijo mientras mostraba su teléfono móvil de la marca Samsung—. He usado el traductor de Google, no sé si será fiable del todo, pero algo es algo.
    El inspector sonrió a la francesa en señal de agradecimiento por su rapidez mental, al tiempo que maldijo su propia lentitud.
    —Entonces, ¿algo va a ocurrir mañana? ¿O se refiere a lo que ha ocurrido hoy? Tendría sentido si fuera eso.
    Alloa quedó pensativo unos instantes, mirando a ninguna parte.
    —No sé. Pero por lo que he podido ver en las últimas semanas, le encanta jugar con los dobles sentidos. Quizá no debamos tomarnos esto de manera literal. Con este hijo de puta siempre es así.
    —¿Entonces?
    —Ahora mismo no sé qué decirte. ¿Se han llevado ya todo a procesar?
    —Sí, tienen órdenes estrictas de que se haga con la mayor rapidez posible. Si todo lo que me has contado es cierto, no hay que perder tiempo.
    —Perfecto. Aquí creo que no hacemos nada, volvamos a comisaría. Hay que averiguar qué son esos símbolos que ha dejado ya tres veces. Tienen que ser una clave importante.




    Paolo alucinaba con cada paso que daba. Las instalaciones de las que disponía bajo tierra la Guardia Suiza eran de lo más moderno. No supo por qué se imaginó un laboratorio prehistórico cuando Zimmerman le contó que disponían de ellas. No era la primera sorpresa que se llevaba con el entorno Vaticano en las últimas semanas, pero quizá sí la que más lo había dejado boquiabierto.
    No sacaba de su cabeza la llamada de Fimiani confirmándole el asesinato del Papa. Prefirió no contarle de momento nada a la gigantesca mole del capitán. Necesitaba que Alloa avanzara algo en la investigación de París para poder contarle algo en condiciones. Además, estaba seguro que el suizo sólo entorpecería, por lo que mejor mantenerlo al margen.
    Entró en la sala de autopsias, un médico con alzacuellos lo saludó.
    —Éste es el padre Pazzi. Ha trabajado como forense en los últimos treinta años en estas dependencias. Es toda una eminencia en cuanto a medicina forense se refiere. Padre, éste es el inspector Paolo Salvano, de los Carabinieri de Roma.
    —Bienvenido, inspector. Permítame la sorpresa al observarle aquí dentro. No suele venir nadie que no pertenezca a la Guardia Suiza, a la Gendarmería o la alta curia.
    —Es un caso excepcional, padre. Todo está relacionado con una investigación anterior —contestó el capitán.
    —Bien, ese caso procedamos a la autopsia. Normalmente no suelen pasar este tipo de muertes por esta camilla, pero alguna sí que hemos tenido.
    —Padre… —le replicó el capitán, estaba claro que no podía irse de la lengua.
    —Ehm… sí.
    Comenzó con la autopsia.
    Paolo no quitaba ojo de los pasos que iba realizando el médico-sacerdote, deseoso de que éste encontrara algo que le ayudase a arrojar algo de luz entre tanta oscuridad. Pero nada fuera de lo común aparecía. El recuerdo de las autopsias de los sacerdotes junto al doctor Meazza le vino de manera inevitable a la cabeza. El cómo aparecía siempre algo, el cómo el asesino le dejaba las pistas precisas para que se acercara lo justo a él, pero sin llegar a estar demasiado cerca nunca. El pensamiento de que había encarcelado al hombre incorrecto y que, quizá por su culpa, ahora estuviera muerto lo desasosegaba por dentro. ¿Pero cómo iba a saber él que se auto inculpó por extorsión?
    Normalmente, en una investigación de las comunes, se hubiera indagado en su entorno familiar y —quizá— se hubiera llegado a esa conclusión, habiendo evitado la situación que ahora se daba. Pero todo había ido tan rápido, todo había sucedido de tal manera que era imposible haber seguido todos los pasos previos.
    Ahora ya daba igual todos esos lamentos. El doctor Meazza estaba muerto y el verdadero asesino volvía a pasárselo en grande poniendo en jaque a todos.
    Una situación genial.
    La voz del sacerdote lo sacó de sus pensamientos. Ya estaba finalizando la autopsia. ¿Cuánto tiempo llevaba absorto con sus cosas?
    —La causa de la muerte, al parecer, es un fallo cardíaco. Éste hombre sufrió mucho antes de morir. Necesitaré unos minutos para comprobar el nivel de adrenalina en sangre, pero creo que le arrancaron los ojos estando vivo. Su corazón no pudo más y sufrió un paro tras unos minutos agónicos. De ahí la sangre que me han dicho que hay en el escenario. Tiene laceraciones en las muñecas, que han contribuido al reguero, pero ya les digo que no murió desangrado. Su corazón muestra un paro antes de que sucediera. Además, le quedaba sangre en el cuerpo para haber vivido unos minutos más.
    —Muerte por sufrimiento, genial —dijo una voz a la espalda de los tres.
    Todos se dieron la vuelta.
    —Vaya, Inspector General Sestta. Le estábamos esperando —comentó el capitán al ver quién era.
    Paolo llevó una sorpresa mayúscula al comprobar de quién se trataba. Cuando había oído su apellido, su cerebro no le había dado la importancia que debiera. Ahora que lo tenía delante, un escalofrío recorrió su espalda. Era Camilo Sessta, un romano dos años mayor que él vivía a un par de calles de donde él se había criado. Desde siempre su rivalidad había sido patente, incluso cuando ambos decidieron entrar en la academia de policía, siendo Paolo el más aventajado de los dos y haciendo que Sestta no lo llevara nada bien. Éste último nunca consiguió entrar en los Carabinieri debido a su mal carácter y sus constantes reproches a superiores en la academia.
    —Vaya, Salvano, me alegro de verte.
    —Lo mismo digo, Camilo —mintió el inspector.
    —¿Se conocen? —Preguntó sorprendido el capitán.
    —Es una larga historia —respondió Paolo—, pero sí.
    —Tanto mejor, así nos será más fácil trabajar.
    Paolo lo dudó. A no ser que Sestta hubiera dado un giro de ciento ochenta grados. Cosa que no se creía ni él mismo.
    —Bien —comentó el inspector Salvano—, al parecer en esta ocasión no nos ha dejado nada, pero tenemos que estar atentos porque volverá a actuar. —¿Puede garantizar la seguridad del resto de cardenales mientras estén aquí?
    —Es complicado, no puedo impedirles que hagan lo que les dé la gana. Ellos son el poder aquí. Algunos tienen incluso más que el propio Papa. Pero haré lo que pueda —contestó Zimmerman.
    —Perfecto. Protéjalos porque puede ir a por otro de ellos. Por mi parte regreso a la central. Tienen mi teléfono para localizarme si hiciera falta para lo que sea. Seguiré investigando desde ahí, tengo demasiados frentes abiertos, necesito organizar mis ideas y tomar las riendas. Ante cualquier novedad, llamaré.
    El capitán asintió. No así Sessta.

    Ambos lo acompañaron hasta arriba para que pudiera salir por la puerta principal del cuartel de la Guardia Suiza. Paolo respiró hondo nada más hacerlo, no miró atrás, pero no necesitó hacerlo para comprobar el odio con el que los ojos del Inspector General de la Gendarmería lo miraba.

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