lunes, 26 de junio de 2017

Me lo llevo a la tumba (Relato)

Difícil no cerrar los ojos y verlo todo, con claridad. Esa misma claridad que me golpea, que me maltrata.
Recuerdo el comienzo. Yo estaba más nerviosa que tú, aunque trataba de disimularlo. Tú me necesitabas, una vez más. Me tenías, como siempre.
No dejabas de mover las piernas mientras aquel hombre, rostro sombrío, leía aquel papel impregnado de letras. Letras que lo cambiaron todo.
A partir de ese momento te derrumbaste, me derrumbé. Pero me tenías, como siempre. Luché por hacerte sonreír, por decirte que la vida consistía precisamente en esto, en momentos como éste. En soledad lloraba. Jamás te dejé que me vieras, no podía, me necesitabas.
El reloj aceleró la marcha. Lo que antes eran días, empezaron a ser segundos, apenas nos dio tiempo a asimilar nada y te vi ahí, postrado en la cama de aquel lugar con olor a flaqueza. Entonces me empezaron a asaltar los recuerdos.
Hacía mucho que no veía tan clara la imagen de la primera vez que te sentí en mis brazos. Llorabas, yo también lloraba. Tu padre también lo hacía, aunque nunca quiso admitirlo. Ya sabes cómo era, no se lo tengas en cuenta. Te quería, tanto como yo.
Nunca pude quejarme de ti. Tan estudioso, tan educado, tan precavido, tan cauto. La envidia de toda madre. Pero, claro, qué voy a decir yo.
Recuerdo tu primer desengaño. Tú no querías que siguiera siendo tu mejor amigo, él no concebía enamorarse de alguien de su mismo sexo. Tú tampoco pensabas que pudieras, todavía eras un niño. Quizá ese fue el punto en el que te convertiste en un hombre. Puede, eso nunca lo pude saber a ciencia cierta.
Tu pasión, las motos, me dio más quebraderos de cabeza de los que realmente tendría que haber tenido. Eras tan responsable, que no sabía por qué esa desazón interior. Contigo era imposible tener miedo, sabía que siempre obrarías con cabeza. Seguramente era algo que las madres llevamos dentro, sin posibilidad de actuar de otra manera.
Terminaste tu carrera con honores, haciendo que una vez más el orgullo me impregnara. Creo que jamás ha dejado de hacerlo desde el día en el que naciste. Tu padre también lo hubiera estado, créeme, ojalá hubiera podido aguantar dos meses más en su lucha para haberte podido ver. En tu rostro sólo vi media sonrisa, sabía que te faltaba él.
Los recuerdos se esfumaron al verte levantar la mano, con lo que parecía un esfuerzo sobrehumano. Mi sorpresa fue mayúscula cuando me hablaste, pero no tanto como con la petición que me hiciste.
No te dejé que me vieras llorar, como siempre hacía, aunque ahora tuviera más motivos que nunca. Me hiciste hacerte una promesa, ¿cómo iba a decirte que no? ¿Cómo se hace eso? ¿Qué no te daría yo?
Nada más salir de la habitación, lloré como nunca. No me sentía capaz, pero, ¿qué no te daría yo?
Volví a la noche, apretando el bolso con fuerza, tú tenías los ojos abiertos, pero tu mirar era distinto. Me pregunté si no sufrirías alguna mejoría, pero cuando me miraste y sonreíste, supe por qué lo hacías. Sabías que lo iba a hacer.
Entonces sí lloré, no pude más. Volviste la mirada, no sin esfuerzo, hacia el frente. No me querías ver así. Yo lo comprendí y dejé de hacerlo. No sé cómo, pero dejé de hacerlo. Metí la mano en el bolso y lo extraje. Lo tenía todo preparado, me lo habían vendido así, con ojos atónitos. Supongo que una mujer de mi edad, aparentemente sin problemas, no era el tipo de clientes que solía tener aquel tipo.
Pinché con la aguja directamente en la vía. No podía apretar el apoyo del émbolo. No tenía fuerzas. Entonces lo vi. Una nueva oleada de dolor sacudió tu cuerpo, tus ojos comenzaron a derramar lágrimas sin control. Encontré esa fuerza, apreté y todo el líquido pasó a ti.
Retiré la jeringa. Mi corazón ya no latía. Supongo que dejó de hacerlo en el mismo momento en el que vi tensarse tu cuerpo en la consulta del médico.
Tu rostro apenas tardó unos segundos en dejar de mostrar angustia. El dolor comenzaba a amainar. De pronto, te vi volver la cabeza. Tus ojos lloraban, pero ahora parecían otras lágrimas. No sé de dónde sacaste las fuerzas para darme la mano, pero sentí que, al hacerlo, te guiaba por el último pasillo de vida que te quedaba. De pronto, me sonreíste. Tu cara mostraba paz, una paz que, apenas unos segundos después, resultaría ser eterna.
Tu dolor era mi dolor, tu vida era mi vida, tu muerte también fue mi muerte.
Ahora, en prisión, aguanto cómo me gritan asesina, cómo me escupen, cómo me pegan, cómo me tratan como a un ser de la más baja calaña. Yo sólo lloro. Yo sólo te echo de menos. Yo sólo me pregunto qué no hubiera hecho por ti. En mi mente quedará esa petición que me hiciste. Esa que nunca he revelado. Nadie sabe por qué actué así, nadie sabe que lo volvería hacer. Nadie sabrá que fuiste tú quién me pediste acabar con el dolor.

Eso me lo llevo a la tumba.

1 comentario: